Soslayando con respeto temeroso la picota donde las autoridades castigan y ejecutan sus sentencias en sí nunca del todo justas,- y que no sé por qué razón está situada justo al lado del almodí y muy cerca de mi puerta, por lo que estoy condenado a soportar su presencia día tras día,- dejo a un lado la plaza del mercado y me arrimo a la muralla vieja, a lo largo de la calle de la Albardería. Este muro que dicen romano es buena protección tanto contra el frío y el viento del invierno, como contra la abrasadora y tórrida luz del estío. Es bien cierto que de todas formas la muralla ya casi no es visible, incorporada como ha ido quedando en buena parte de su perímetro a las casas que se han construido a su abrigo, aprovechando la sólida mampostería con que está edificada. Eso, cuando no ha sido directamente derribada para levantar suntuosas habitaciones como éstas de los condes de Morata, que cuando yo era niño construía el virrey Martínez de Luna, y para contemplar cuya fachada detengo mi paseo siempre unos momentos: no hay salvajes, como los aquí erigidos, en ninguna leyenda de las que se cuentan del Nuevo Mundo, ni tan gigantes ni con tan fiero aspecto, ni que cobijen el paso a tan magnífica hacienda con tan excelso patio, como éstos. Varias veces he servido mercancía a sus dueños y una y otra siempre me admiro de la elevación y señorial presencia de sus columnas jónicas, y del aire tan distinguido y sobrio de los corredores. Pura arquitectura. Es otro mundo. Por el trenque llamado de la Puerta Nueva que hay junto a las casas principales de Morata entro en la ciudad y sigo hasta la iglesia de San Felipe. Si quien me lea ha estado en alguna ocasión en Zaragoza y ha visitado sus muchas y famosas iglesias, podrá si acaso recordar que en ésta de San Felipe hay un bien considerado retablo de madera, todo él revestido de policromía y pan de oro. Lo hizo mi padre junto al imaginero Picart. Mi padre labró todo al romano sus columnas y entablamentos, sus basamentos y pilastras y todos los huecos donde Picart colocó sus figuras de santos y escenas del sagrado evangelio. Han pasado desde entonces ya muchos años, más de cincuenta, y la obra está bastante sucia y ennegrecida por el humo y el sebo de las velas. A pesar de ello puede apreciarse la buena factura del conjunto. Es más, me da por pensar que, aunque Picart siempre aseguraba haber tallado la imaginería al completo, no sería de extrañar que la mano de Milano anduviera a lo escondido en alguna de las figuras. Es ésta de San Felipe la iglesia que más frecuento por hallarse cerca de mis quehaceres, y porque su luz azulada le deja a mi vista encontrar siempre diferentes matices en superficies, bultos y gestos de los relieves y esculturas. En otros templos de la villa hay, como ya he dicho, retablos de mi padre, como en otras muchas del reino. Pero yo aquí vengo a buscarle, a buscar los trazos de un trabajo bien hecho que me permitan pensar en una vida bien vivida a la vez. A menudo pienso qué quedará de todo esto dentro de quinientos o mil años. Sería una lástima que nada perdurase, que por ejemplo una guerra o el capricho de un rico señor diera al traste con algo en lo que hubo tanto en juego. Cuánta precariedad. Pero no menos sería escalofriante que un trabajo del que mi padre no se sintió demasiado orgulloso atravesara el tiempo y fuese observado generación tras generación por millones de ojos. Cuántos percibirán realmente la belleza y el sufrimiento que encierran estas maderas. Qué dirán los entendidos. Cuántas cosas ignorarán y en base a qué conceptos mantendrán sus opiniones. Inexplicablemente son cosas que agitan mis pensamientos y producen, en la serenidad con la que procuro apaciguar mi carácter algo melancólico, cierto desasosiego. A esta iglesia vengo a buscar seguramente algo de trascendencia en mi propia vida, vengo a buscar los recuerdos que no tengo de mi padre, las historias que no puedo evocar, el cobijo de su querencia. |
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