Pan de Oro 6.

Luisa Miñana

Cronista

   Micer Juan de Lacasa tenía por las obras artísticas el interés propio y edulcorado de los hombres algo pagados de sí mismos, que han conseguido hacerse con un lugar relevante en la sociedad y piensan que el arte proporcionará un brillo aún más especial a su vida y aun lo multiplicará. Una actitud arribista sin duda, pero muy común en verdad. Así que además de mercadear con provecho en Milán e intrigar con poco, el señor de Lacasa tomaba buena nota de cómo allí se construía, cuál era el estilo dominante y los elementos más vistosos con que los principales encargaban sus monumentos para las iglesias y levantaban sus palacios, cómo eran las imágenes de pintura que adornaban los muros o qué actitudes inflamaban las estatuas de retablos y sepulcros. Todo le admiraba. Milán no dictaba patrones en Italia en materias artísticas, era más bien una ciudad segundona, pero ciertamente para un ciudadano aragonés de una pequeña villa pirenáica, aunque viajado, cuanto allí se hacía debía ser un dogma. Una mañana entró, como ya lo había hecho otras, en Santa María de la Gracia. Era la iglesia favorita de mi padre, más que la excelsa catedral milanesa. Y allí también estaba éste aquel día de luz anarajanda, repasando con la vista algunos de sus trabajos en el coro. Entablaron conversación, no sin cierta dificultad a causa del idioma porque mi padre sólo hablaba entonces su estrecho milanés y cuatro frases latinas mal aprendidas, sobre el primor con que habían sido realizados los numerosos y dispares motivos de la decoración del coro y sobre la sencillez y hermosura general de la iglesia, con sus limpias naves bajo amplios arcos. Yo imagino que Pietro Milano fue intuyendo la oportunidad que se le podía presentar de la mano del señor de Lacasa, aunque no dudo que la amistad que al parecer surgió entre ellos fuera sincera. Lo que no creo es que mi padre pensara que todo sucedería tan rápido. él y micer Lacasa se verían a menudo desde ese día, hablarían de muchas cosas probablemente, excepto de una con toda seguridad: de los asuntos que en secreto había estado desempeñado en Milán el mercader aragonés. Así que cuando éste apresuradamente debió salir de la ciudad y le propuso a mi padre que le acompañara hasta Aragón para que le construyera en la villa de Jaca una capilla donde se enterraría al llegarle la hora, Pedro Milano hubo de decidir de un momento para otro, y ese día él sabía que ponía en juego todas sus cartas. Los franceses habían finalmente descubierto la trama, y mi padre quedaba tan en peligro como los propios implicados, porque había sido visto en reiteradas ocasiones en la compañía del conspirador. No tuvo por tanto mucha posibilidad de elegir. Emprender el camino, seguramente sin retorno, era una apuesta fuerte. Pero quedarse era una temeridad. De cualquier manera tendría que huir por lo menos hasta que las cosas cambiaran, y no se sabía cuando eso podría ocurrir o si ocurriría. Además en Milán tampoco había disfrutado de muchas satisfacciones ni en su profesión ni en sus andanzas sentimentales, que más bien habían sido escasas y frágiles. Las ilusiones aparecidas a su llegada a la ciudad, hacía tiempo ya que se habían extinguido, y en definitiva le daba igual un lugar que otro, nunca son tantas las diferencias. Concluyó pues que lo mejor era llamar de nuevo a la fortuna. Juan de Lacasa le proporcionó una montura y ambos, junto a un par de criados del aragonés, partieron una noche hacia el sur, hacia Génova, donde debían subir a un barco que los llevaría hasta Barcelona.

   No sé mucho de cómo fue el viaje. Los compadres de Pedro Milano me contaron siempre que él sobre todo les habló del mar, y que lo hizo como de un misterio que escapara en gran parte a su comprensión. Fue la única vez que vio el mar. Nunca lo había hecho hasta entonces y ya no volvería a hacerlo. No hubo ya para él en adelante más aventura que la de procurarse un honrado y mediano porvenir, ni más viajes que los que realizó dentro del reino llevado por las ocupaciones del oficio. Pienso que todo eso no fue poco. Aunque sé, porque lo he intuido en sus obras muchas veces, que mi padre no pensó así, que siempre consideró viniendo a esta tierra tampoco consiguió gran cosa en definitiva. Como hijo suyo podría reprocharle semejante sentimiento, que en poco significado lugar nos deja a mí y al resto de mis hermanos y a sus dos esposas. Pero no puedo sino entenderle, a pesar de que yo sea sin duda una persona mucho más conforme con mi vida que lo que él debió serlo con la suya. Quizás es porque no le conocí y, sinceramente, siempre le he añorado.

El hijo del imaginero

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