Pan de Oro 2.

Luisa Miñana

Cronista

El hijo del imaginero

      María de Heredia durmió mal la noche anterior a mi nacimiento, y ese día madrugó más de lo acostumbrado. Despertó a las criadas e hizo que le trasladaran su amplio y solitario lecho de viuda reciente desde la cámara a la sala, abierta al sur a través de un par de magníficos balcones. Mi padre había muerto apenas hacía dos meses. Así que fui hijo póstumo. Seguramente aquel trance tan extremo para mi madre provocó mi nacimiento prematuro. Llegué a este mundo un siete de junio de mil quinientos cuarenta y siete en la calle San Pablo de Zaragoza, cuando las campanas de la iglesia del barrio acababan de anunciar la hora tercia con su timbre mudéjar. Segura de que yo iba a nacer, mi madre había ordenado retirar los cortinajes de los balcones y la luz recién amanecida del inminente verano alcanzó la estancia, donde bailaron doradas como pececillos las motas de polvo que surgían de los rincones en sombra. Hacía algo de calor y abrieron. El bullicio y el trajín del mercado, no muy lejano a mi casa, llegaban con nitidez, mezclando los gritos de reclamo de los vendedores clavados tras sus bancadas con el ir y venir de las gentes, que de trecho en trecho forman corrillos y mentideros.

Iglesia de San Pablo

     De la arqueta donde guardaba las mudas mi madre sacó su camisa más querida, que ella misma había confeccionado a la morisca y bordado con tiras carmesíes, y se la vistió. Esa arqueta se la hizo mi padre, que fue escultor y mazonero y algo pintor, y está toda adornada de preciosa marquetería a la italiana, en la que pequeños cupidos muy serios bailan con delfines como flores de acanto, entre diversas panoplias triunfales y jarrones con lirios. Mi padre era italiano. María de Heredia, la viuda de Pedro Milano, se subió a su lecho y mandó luego a una de las mancebas en busca de su comadre, Agustina López, y de la partera, y aguantó los primeros dolores en su cama acuclillada mientras la iba buscando el sol, sujeta con fuerza a un retrato de mi padre, que había pintado un colega llamado Martín García unos años antes. Juraba impropiamente e increpaba la imagen de mi difunto padre de manera tan ofensiva, que las vecinas que iban llegando a la casa pensaban que el parto estaba haciendo entrar en ella la locura o alguna extraña forma de posesión maligna. Mi madrina Agustina López me dijo al cabo de los años que a mi madre le atravesó en este lance una ausencia tan profunda, sintió en sus adentros un abismo de tal hondura, que mientras duraron los dolores y el parto ni gritó ni suplicó ningún alivio, tan sólo profería terribles reproches contra quien la había abandonado con un hijo a medio camino de este mundo y otros cuatro más sobrevivientes del primer matrimonio del difunto, mis hermanos Pedro, Juan, Ana y María, todos por entonces aún menores de edad. Según me contó mi madre, mi padre y su anterior mujer tuvieron otros dos hijos más, ya muertos antes de que naciera yo. Mi madre era todavía joven cuando me parió. Había cumplido veinticinco años un mes antes. Mi padre falleció pasados los sesenta. Entre ellos mediaban pues tantos años que se hacía difícil contarlos. Por eso cuando se casaron, los chicos de la calle y muchos más venidos de otros barrios hicieron sonar los cencerros durante horas, hasta que mi padre harto ya les lanzó un montón de monedas para que les dejaran en paz. Es la costumbre. No sé si se amaron. Mi madre me dijo que fueron felices los casi dos años que vivió mi padre después de la boda. Aunque, ya digo, si la hubiera podido entender cuando llegué a este mundo no parece que hubiera sido posible creerla, entonces.


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