El hombre que se cagó a sí mismo 5

Relato

cronista

El hombre que se cagó a sí mismo
Fernando Luis Pérez Poza
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Venancio Cienfuegos tenía la certeza, estaba seguro, sabía positivamente que se estaba convirtiendo en mierda, pero allí seguía, sin poder levantarse, pegado a la taza del retrete como un adhesivo, sin hacer nada para librarse de aquel horroroso martirio. Lentamente se iba ensanchando el orificio situado donde la espalda pierde su honroso nombre. A cada golpe de diarrea le acompañaba la sensación de un cuchillo, un navajazo, un bisturí rasgando la desembocadura de su vientre. Era como si se estuviera pariendo a sí mismo pero a lo bestia, sin comadrona. Y por su mente desfilaban las escenas de su vida como secuencias de una película que están proyectando en un cine de barrio de sesión continua, pero cuyo proyector tiene las lámparas medio fundidas. Ni siquiera cuando había tratado de suicidarse, como un personaje de la novela de Isabel Allende, ingiriendo monumentales dosis de aceite de ricino y le sobrevino una tremenda cagalera que duró una semana se lo había pasado tan mal.

Se hallaba casi doblado sobre las rodillas, con la barbilla apoyada en el borde de la bañera, para así poder hacer fuerza y arrojar las flemas con mayor fluidez sin necesidad de levantar su parturiento trasero del asiento. La taza del retrete era en esos momentos como un gigantesco donuts comilón que se tragaba todo por el agujero. Nunca se presentaría mejor ocasión para decir que su alma destilaba un rosario de amarguras.

En su fuero interior sentía como si se le estuviera licuando el espíritu, mientras sus manos se aferraban como anclas a la tapadera del retrete, en el afán de no diluirse en la nada, de no dejarse llevar por el torrente de impulsos diarreicos que agarrotaba sus nervios, en un último intento por controlar su pestilente destino. Era tal la sequedad que se había instalado en los huesos que al menor movimiento crujían y se resquebrajaban, y se convertían en polvo que se precipitaba por la cañería abajo en busca de algún sitio donde alcanzar el reposo eterno. Sus pupilas, agrietadas de tantas lágrimas sin derramar por falta de líquido, reflejaban ya el vacío universal de un alma agonizante que está a punto de ser abandonada por la última chispa existencial.

Poco a poco, Venancio Cienfuegos entró en un estado crepuscular mientras una multitud de alucinantes espíritus lo conducían hacia el punto y final. La red de sinuosas cañerías que formaban el alcantarillado de la ciudad, como si de una catacumba moderna se tratara, diluía sus restos en las húmedas y gélidas corrientes que discurren por el interior subterráneo de la urbe. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado, lo que nadie nunca podría llegar a imaginar: Venancio Cienfuegos abrió los ojos y comprobó que todo había sido un mal sueño, una terrible pesadilla. Se encontraba en la habitación alquilada de un hotel y a su lado permanecía todavía la mujer con la que se había casado el día anterior. Indudablemente la había cagado, pensó, mientras se levantaba y se dirigía al cuarto de baño para dar rienda suelta al irrefrenable impulso de hacer de vientre que le asaltaba. Pero cuando ya estaba a punto de alcanzar el objetivo, su mujer, hecha una chispa, pasó a su lado, mientras le decía:

-Perdona, pero es una urgencia.- y cerraba la puerta del retrete dejándolo en un tris para el desahogo.

¿A qué se debían aquellas prisas? ¿Habría tenido ella el mismo o un sueño parecido? ¿Acaso también la habría cagado ella? ¿Tardaría mucho su mujer en resolver la urgencia y salir del baño? ¿Aguantaría él hasta ese momento? No lo sabía, pero pensó que con casi toda certeza sus mentes habían navegado por los mismos parajes durante el sueño y no pudo menos que sentir algo de envidia, al imaginársela sentada en el retrete dando suelta sin rubor a toda la amargura de la pesadilla.

© 2002 Fernando Luis Pérez Poza

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