Continuamos entre árboles subiendo un repecho bastante empinado hasta llegar a una alambrada de ganado rota;
la atravesamos y la masa de árboles se abre a nuestra izquierda. Con cuidado, nos acercamos hasta esa ventana por la que se cuela
el cielo limpio de la Hoya de Huesca. Estamos ya justo encima de las rocas que se convierten en un primer mirador.
Desde esta atalaya, la visión del Castillo de Loarre amplía nuestra perspectiva, y podemos, sin esfuerzo, comprender por qué
la fortaleza se irguió en este punto estratégico,
dominando a sus pies los castillos árabes de Bolea, Puybolea y Ayerbe, y controlando los caminos romanos que iban hacia la Sierra de Sarsa.
Es momento de continuar nuestro camino, aunque al girarnos nos sorprenda encontrarnos tantas encrucijadas.
Nuevas sendas y pistas se encuentran recién roturadas en medio del bosque, un ancho camino continúa sin ascender hacia delante,
pero no lo tomaremos. Aquí y allá asoman tocones amarillos y troncos apilados sobre la tierra rojiza.
Ascenderemos hacia el norte, al principio por una senda estrecha y poco transitada, que zigzagea en empinada cuesta.
Por fin volvemos a hallar los colores amarillo y blanco, como una banderola pintada en torno a un delgado tronco.
La subida ha sido intensa, y en poco rato la vista de la Hoya, atrás y a nuestra izquierda, adquiere mayor amplitud.
Inciamos enseguida unos de los tramos más agradables.
El camino se estrecha y discurre hundido bajo la altura de nuevos árboles, atravesando el apretado bosque.