Lo que no está escrito Santiago Gascón |
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Por el mismo Aladrén supe, mucho tiempo después, que pasó dos semanas en Cádiz, hasta encontrar un carguero que le permitiera - previo pago de su escaso capital y el compromiso de limpiar cubierta, camarotes y retretes - zarpar con él hacia América. Me confesaría lo tentado que estuvo, cuando vio las vitrinas colmadas con sedas de Las Antillas, de quedarse en ese puerto y volver a Valdesarrón en cuanto pudiera adquirir lo que buscaba, pero el trabajo allí era escaso y mal pagado y, por encima de toda razón, se sentía tan atraído por aquel océano, que se moría de ansias por entrar en él y descubrir lo que detrás hubiera. No, aunque estaba resuelto a pasar el resto de su vida junto a Paulina, había alimentado el barrunto de que aquel mantón era sólo una especie de señuelo, que Dios colocara un día, para arrastrarle hacia algo transcendente, y eso tan importante, iba a descubrirlo, una vez llegara al Mar Caribe. Benito recordaría tantas veces, durante la travesía, las palabras del ciego Lobera. Si no fuera porque su memoria guardaba la imagen del puerto de Cádiz, hubiera jurado que el océano carecía de orillas, sobre todo la noche en la que la mar pareció volverse loca y se comportó como una sierpe caprichosa, aquella noche en la que ni siquiera pudo vomitar porque llevaba tres días sin probar bocado, y de la que sobrevivió en un estado tan lamentable que le propondrían asistir también en las cocinas a cambio de dos comidas diarias. En el puerto de La Habana, cuando descargaba la mercancía del barco que le había traído, conoció a Regueiro, el gallego que le ayudaría a encontrar acomodo. Por él supo que eso de hacer fortuna no era tarea sencilla. Dinero se hacía, sí, pero sólo quienes tenían de sobra para invertirlo, los demás, debían acercarse al tajo, cargar y descargar buques en el muelle, cortar caña bajo un sol homicida, transportar carros de un punto a otro de la isla, limpiar, picar, cavar y cualquier verbo que supusiera ganar un real. |
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