-El despertador-
Es casi madrugada en la ciudad. En la quietud incierta y gris, tan gris, que precede al alba, el aire quieto está lleno de apacibles presencias. Son los ángeles de la guarda de tantos durientes, que se toman un respiro para charlar. Los ángeles no duermen -no lo necesitan- pero sí esperan de vez en cuando poder liberarse de sus tensiones y descansar fumándose, por ejemplo, un metafórico cigarro, o tomando un ligero café con leche mientras saludan al amigo más próximo o a aquel que no veían desde hacía varios años.
Los ángeles sienten, hablan, sonríen y dan abrazos. Los ángeles tienen conocidos y también amigos íntimos. Los ángeles piensan, rezan, se preocupan y se cansan. Los ángeles, en suma, existen.
Por eso, esta es la historia de un ángel. De un ángel de la guarda.
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Aquella noche, Melquisedec estaba cansado. No siempre era tan fácil ser ángel; su protegido, hoy, había estado en peligro no sé cuántas veces. No era peor ser custodio de un niño que de un anciano, eso ya lo sabía; pero, hombre, de una vez para otra uno iba perdiendo práctica. Por otro lado, estaba lo de su nombre. Llamarse Melquisedec, por muy honroso que pudiera resultar, era también un problema. Habitualmente, ni el niño, ni su madre, atinaban a dar con el dichoso nombre en bastante tiempo. La última vez, el "niño" en cuestión tenía 27 años cuando lo descubrió, por pura casualidad, en un calendario.
Pero los niños duermen mucho, y pronto, al menos éste de ahora lo hacía, y eso permitía a Melquisedec tomarse un largo respiro nocturno, aunque sin desconectar del todo, por si acaso.
En el silencio urbano de la noche -por desgracia cada vez más relativo- cabía la opción de reanudar la buena costumbre del diálogo y retomar las viejas amistades.
Dio unas vueltas tranquilamente por los tejados silenciosos, iluminados desde abajo por la luz anaranjada de las farolas, y desde arriba por la blanca salpicadura de las estrellas. Algunos ángeles preferían pasear por el asfalto, y él también lo hacía, a veces; pero las alturas le gustaban más. Para los ángeles terrestres, como llamaban a los de la guarda todos aquellos con ocupaciones celestiales -ángeles alabadores, potestades y querubines músicos, entre otros- estar allá arriba suponía encontrarse un poco más cerca del cielo.
Melquisedec era un ángel feliz, y la irradiación de sus ojos color violeta bajo el flequillo blanco así lo demostraba. No siempre los ángeles eran permanentemente felices. La vida puede ser difícil para todos.
Se encontró con Régis al poco rato, pero tuvo que detenerse a mirarlo dos veces para reconocerlo. El otro ángel estaba sentado al lado de una chimenea de la calefacción, en el terrado de un edificio de viviendas, silencioso, abatido e inmóvil.
-¡Régis! -exclamó Melquisedec; siempre le había envidiado el nombre, aunque podía resultar igual de escurridizo que el suyo-. ¡Cuánto tiempo! Pensaba que no estarías por aquí. ¿Qué te sucede?
Régis levantó la vista para mirarlo desde unos ojos color ámbar cuajados de sentimiento. Tenía la frente surcada por arrugas y todo él transmitía la sensación de ser cristalino, frágil hasta la transparencia.
-Hola -saludó, con una sonrisa triste-. No me han trasladado. Ojalá. Sólo que muchas noches prefiero no dejarme ver, últimamente.
-¿Por qué? ¿Te ocurre algo?- Melquisedec se sentó junto a él.
-Bueno... sí. Es mi protegido. Me está dando problemas.
Melquisedec soltó una suave y corta carcajada.
-Pero eso no es una novedad, Régis. La labor de un protegido no es otra más que esa, ¿no? Si no, ¿para qué estarías tú?
-Ojalá lo supiera...
Régis se cubrió el rostro con las manos. Melquisedec lo miró despacio, impresionado. No había sido producto de un vistazo rápido, ni eran imaginaciones suyas... Régis estaba desapareciendo. Su piel parecía de agua y los cabellos apenas refulgían. Se preocupó de veras. Algo grave le estaba pasando.
Régis alzó la vista. Los ojos de color ámbar palpitaban en una tristeza plúmbea, profunda. Los ojos de un ángel son un espejo absoluto de sí mismo, porque los ángeles son todo alma. Melquisedec se estremeció, captando su tristura como un calambre sentido al contacto.
-Me estoy consumiendo, ¿no me ves? -y, al decirlo, Régis extendía las manos de largos dedos para dejar notar su insólita transparencia-. Está acabando conmigo... Es lo peor... Mi protegido ya no me necesita.
Melquisedec notó el humor tibio y amargo de las lágrimas en sus propios ojos. La desesperación de Régis le dolía en el corazón, se lo doblegaba. Eran amigos desde hacía tanto tiempo... Desde siempre, tal vez. Trató de consolarlo con verdades; entre ellos, no existía el disimulo, ni siquiera podían comprender bien lo que era, eso eran veleidades humanas, caprichos y habilidades que no poseían.
-Pero eso no acabará contigo. Nosotros no acabamos, ¿recuerdas?
Régis asintió, sin sonreír.
-Claro... Pero sentirme inútil... Me duele tanto. Por eso me vuelvo transparente... Estoy enfermo, Melquisedec... Enfermo de inutilidad, de banalidad, de falta de importancia. Él ya no me necesita, ¿comprendes? No es que no quiera saber de mí, es que... me olvida, me ha olvidado. Tal vez no pueda morir, pero ya no existo. ¿Lo comprendes?
Melquisedec asintió. Su corazón de ángel se partía. El corazón de un ángel está conectado íntimamente a todo su cuerpo por una extensa red de cables luminosos que transportan la esencia vital... como la sangre, pero sin carbono, ni proteínas, ni leucocitos, sólo espíritu, todo espíritu. Y ahora le dolía. Compartía el dolor de Régis, y era un dolor que se multiplicaba, le dolía en las sienes, en las manos, en el costado. Miró a su amigo con cálida empatía.
-Pero eso no es nunca cierto del todo, ya lo sabes. Ellos olvidan, abren un paréntesis, dura unos años... pero luego retornan. O mejor aún, nunca se habían ido. ¿Crees de verdad que no se acuerda de ti algunas veces, aun cuando no lo piense con imágenes o palabras? ¿Que no te busca en lo escondido de su memoria cordial cuando se encuentra en una situación difícil, de posible peligro, de apuro, de soledad, de emergencia? ¿Que no le sirves, Régis? ¿Que no le sirves para nada?
-Eso temo, sí.
-¡No es posible! Alguna partícula de su ser te buscará en la sombra o en la luz, tal vez cuando emprenda un viaje largo, o cuando alguno de sus hijos esté enfermo...
Régis negó con la cabeza, abatido.
-No, Melquisedec. Te equivocas. Me equivocaba yo al creerlo. Mira. No tiene hijos. Ni padres. Ni pareja. Apenas tiene amigos. No sufre por nadie ni nadie sufre por él.
-¿Ni él por sí mismo?
-Antes sí. Se acordaba de mí, como tú dices, al emprender un viaje. Pero, ahora... Se ha comprado un bólido de esos, con cuatro airbags, dos frontales y dos laterales, barras de protección, ordenador de a bordo y cabina indeformable. Creo que no duerme mientras conduce porque le gusta conducir. -Régis parpadeó-. Antes, yo era su memoria, le recordaba citas y eventos importantes. Ahora se ha comprado una agenda electrónica que le avisa de todo cuanto necesita saber, y si está en casa o en los hoteles mantiene siempre encendido el ordenador. Yo le hacía compañía cuando estaba solo, le sugería una llamada, una visita, o un paseo, muy sutilmente. Juntos íbamos a los museos, al cine, a visitar tiendas, simplemente. Ahora, ese dichoso teléfono móvil va con él a todas partes, jamás lo abandona, ya nunca, nunca está solo. No lo dejan en paz. Siempre hay alguien dispuesto a comunicarse con él... ¡A comunicarse! ¡Bah! Están olvidando el verdadero significado de esa palabra. Ha dejado de ir al cine, a los museos y a las tiendas. Ya no tiene tiempo.
-Pero, Régis, algo habrá que...
-Nada. No hay nada.
Régis levantó la cabeza al cielo. La luna, muy alta, tenía una redondez plena, maternal. Los ojos color ámbar la reflejaron, cristalinos, y goteó una lágrima transparente. El ángel se pasó la mano por el rostro y bajo la nariz.
-Yo era su despertador. De siempre, desde niño, le gustó ser puntual por la mañana. Yo le despertaba. Entraba despacio en la habitación y le susurraba al oído la hora que era. Jamás remoloneó. Jamás le fallé, ni un solo día me olvidé de avisarle. Y tú sabes que, a veces, sucede.
Melquisedec asintió en silencio. Sí, a veces, un ángel también se despistaba, sobre todo después de una noche muy larga de insomnio en que había estado junto a su protegido velando una enfermedad, consolando una angustia, o luchando denodadamente por liberarlo de un mal sueño, incluso participando activamente en éste contra las sombras. Se les pasaba la hora. Los ángeles necesitan las horas de ausencia paseando y refrescándose junto a sus colegas en la ciudad dormida. Era como su sueño, su reposo.
-Nunca me olvidé de avisarle, Melquisedec, por muy cansado que estuviera. Creía que a él le gustaba despertarse así, estaba seguro. Su reloj biológico, me llamaba. Y estaba orgulloso de lo bien que marcaba las horas. Ahora se ha comprado un despertador de última generación. Le despierta con las noticias. Nefastas, casi siempre. Contribuyen a amargarle el día. Fue hace poco, cuando se lo compró. Y entonces sentí que se rompía el último cabo que me ataba a él. Ya no existía ese recuerdo nocturno, ese instante de pensamiento que me dedicaba, su particular manera de decirme buenas noches. Ahora pasa de la vigilia al sueño como si simplemente se apagara.
Régis calló. El dolor que sentía era tan hondo que apenas le dejaba respirar. Melquisedec lo observó en silencio, angustiado. Por fin, el ángel enfermo tomó aire con un doliente suspiro.
-He pedido el traslado, Melquisedec -confesó, y levantó la vista para mirarlo-. No soporto sentirme inútil. He estado observando a los niños, en Brasil. Mueren por las calles como perros, como alimañas. A ninguno de ellos le vendría mal un segundo custodio. Ya he elegido a uno, en particular. Se llama Tomás. Tiene siete años. Los de por allí me han animado a hacerlo.
-¿Y le dejarás, a tu protegido?
-Ya no me necesita, Melquisedec. De veras.
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Al cabo de unas cuantas semanas, Melquisedec y Régis volvieron a encontrarse, esta vez en lo alto del triforio de la catedral. A veces iban allí, los ángeles, a contemplar sus ingenuos retratos como dulces cabecitas de niños con alas en los cuadros barrocos de los retablos menores. Se abrazaron. Luego, Melquisedec tomó de los brazos a Régis y lo apartó de sí para observarlo.
-¡Te veo bien, amigo! -le dijo-. Tienes mejor aspecto que el otro día.
Régis sonrió con una luminosa sonrisa. Era cierto, su cuerpo tenía nueva consistencia, parecía más robusto, más firme, sin perder nada de su angélica ductilidad. Salieron juntos a los tejadillos de la nave, a contemplar la plácida noche desde lo alto. Muchos otros ángeles descansaban en las calles y los tejados.
-Me marcho, Melquisedec -anunció Régis-. Me lo han concedido. Voy a cuidar de Tomás junto a un ángel que se llama David. Ese niño está muy falto de ayuda. Él sí me necesita.
Melquisedec le apretó cálidamente el brazo.
-Me alegro mucho por ti, Régis. Y entiendo que es lo mejor para todos -frunció el ceño-. Y, si así lo han decidido arriba, ¿quién soy yo para opinar? Pero ya sabes que Él nos deja actuar en libertad muchas veces también a nosotros, aunque nos equivoquemos... Lo de escribir recto con renglones torcidos, ya sabes...
-Sí, lo sé.
-Que me da pena, Régis. Me da pena por tu protegido. ¿Qué será de él?
Régis bajó la vista y, cuando volvió a levantarla, algo de aquella transparencia había retornado.
-También a mí me da pena, Melquisedec. Mi fracaso es doloroso como una herida abierta, y lo será siempre. Pero ya no hay vuelta atrás. Me marcho.
Se miraron fijamente a los ojos, despidiéndose. Estaban ciertos de que volverían a verse, pero sabían que, a veces, se podía tardar tanto en reencontrarse que la separación parecía definitiva. La inmortalidad tiene sus inconvenientes.
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Cuando se subió al coche, de mañana, temprano, notó en la nuca un cosquilleo de desánimo. Debían de ser las malas noticias del primer diario hablado de la radio, que le dejaban a uno el corazón encogido.
Una vez en carretera, se relajó. Estaba tan orgulloso de su coche como otros lo están de su hijo o de su perro. Era un buen coche. Rápido y seguro.
Por eso no comprendió que había tenido un accidente, ni al oír el choque, ni al sentir el derrape, ni al empezar la tercera vuelta de campana. Y no tuvo tiempo de entenderlo, después, justo antes de desplomarse en el olvido de la inconsciencia.
Sí lo entendió cuando, al despertar, estaba en el hospital, inmóvil, en una cama blanca. No sentía dolor localizado, pero sí aturdimiento, y, como un puñetazo en el rostro, la dura realidad del recuerdo.
Pero lo peor fue, al hacerse consciente de todo, aquella sensación que lo invadió. Una sensación de pérdida tan grande, tan inmensa, que le dolió con una quemazón desgarradora. Aterrado, presa del pánico, buscó desesperadamente el botón de emergencias para llamar a la enfermera y gritó como un poseso hasta que ella fue a buscar al médico. Al llegar éste, lo increpó como un loco.
-¿Qué me han cortado? -le gritó, fuera de sí-. ¡Dígamelo! ¡Dígame la verdad! ¡Exijo saber la verdad! ¿Una pierna? ¿Ha sido una pierna? ¡Dígame qué parte de mí han cortado!
Hizo falta una dosis muy alta de sedante para calmarlo, y, cada vez que despertaba, fue lo mismo los tres días siguientes. Al cuarto, se negó a aceptar el sedante, mandó que lo sentaran, se palpó el cuerpo, pidió un espejo, todo sin poder dar crédito a que estaba entero, sin entender que no le faltaba ni una uña. Gracias al airbag.
Aun así, la sensación de pérdida era tan grande que se negaba a creer que no le faltase algo, quizás un órgano interno. Le enviaron al psiquiatra del hospital. No le dijo nada nuevo, que no le faltaba nada, que era normal, el desconcierto, la confusión, el shock del accidente.
Como la promesa de un consuelo, se sintió algo mejor mientras estuvo el médico, pero al quedarse solo, de nuevo le asaltó aquella sensación de vacío irremediable, de ausencia, se llevó las manos al corazón, quisó, no sé, quizá rezar, y se abandonó luego a un inconsolable llanto.
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