Una vez en carretera, se relajó. Estaba tan orgulloso de su coche como otros lo están de su hijo o de su perro. Era un buen coche. Rápido y seguro.
Por eso no comprendió que había tenido un accidente, ni al oír el choque, ni al sentir el derrape, ni al empezar la tercera vuelta de campana. Y no tuvo tiempo de entenderlo, después, justo antes de desplomarse en el olvido de la inconsciencia.
Sí lo entendió cuando, al despertar, estaba en el hospital, inmóvil, en una cama blanca. No sentía dolor localizado, pero sí aturdimiento, y, como un puñetazo en el rostro, la dura realidad del recuerdo.
Pero lo peor fue, al hacerse consciente de todo, aquella sensación que lo invadió. Una sensación de pérdida tan grande, tan inmensa, que le dolió con una quemazón desgarradora. Aterrado, presa del pánico, buscó desesperadamente el botón de emergencias para llamar a la enfermera y gritó como un poseso hasta que ella fue a buscar al médico. Al llegar éste, lo increpó como un loco.
-¿Qué me han cortado? -le gritó, fuera de sí-. ¡Dígamelo! ¡Dígame la verdad! ¡Exijo saber la verdad! ¿Una pierna? ¿Ha sido una pierna? ¡Dígame qué parte de mí; han cortado!
Hizo falta una dosis muy alta de sedante para calmarlo, y, cada vez que despertaba, fue lo mismo los tres días siguientes. Al cuarto, se negó a aceptar el sedante, mandó que lo sentaran, se palpó el cuerpo, pidió un espejo, todo sin poder dar crédito a que estaba entero, sin entender que no le faltaba ni una uña. Gracias al airbag.
Aun así, la sensación de pérdida era tan grande que se negaba a creer que no le faltase algo, quizás un órgano interno. Le enviaron al psiquiatra del hospital. No le dijo nada nuevo, que no le faltaba nada, que era normal, el desconcierto, la confusión, el shock del accidente.
Como la promesa de un consuelo, se sintió algo mejor mientras estuvo el médico, pero al quedarse solo, de nuevo le asaltó aquella sensación de vacío irremediable, de ausencia, se llevó las manos al corazón, quisó, no sé, quizá rezar, y se abandonó luego a un inconsolable llanto.
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