Senegal: armonía africana 2

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Senegal: armonía africana
por el viajero
Carlos García Manzano
DAKAR

Sin embargo, el viajero no deja de sentirse ajeno a todo aquello que se le ofrece. La ciudad, pese a su exuberancia vital, no llegará en ningún momento a calar firmemente en el visitante. Es más, al poco tiempo de estancia, se empezará a echar de menos esa cultura ancestral y mágica que supuestamente alberga el gran continente africano, la proximidad de unas gentes con las que, hasta ahora, no se ha llegado a conectar siquiera mínimamente. Por ello, la visita a la isla de Goree, remanso de paz y armonía donde los haya, supondrá para el viajero una bocanada de aire fresco y una inigualable ocasión para comenzar a adentrarse en el corazón senegalés.

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El primer lugar de visita obligada en Senegal es Dakar, su capital. Y para quien pisa por primera vez el África subsahariana -como era mi caso-, lo que primeramente reclama su atención es el caos, el color, la vida, el movimiento aparentemente sin lógica de sus calles siempre atestadas de gente. Es Dakar una ciudad desorbitada, como toda capital africana, acumuladora de ilusiones y esperanzas de prosperidad de buena parte del resto del país que emigra allí para buscar el bienestar del que carece en su entorno. Y por esa razón Dakar es también una ciudad de desesperanza, donde por la noche sus calles se llenan de cuerpos dormidos que no tienen otro espacio de descanso, de grupos de hambrientos alrededor de una perola que otro buen musulmán con más suerte ha preparado para todo aquel que se acerque a su mesa. No hay monumentos de especial valor: su mayor atractivo es la vida, el sonido, el color de cuerpos y vestidos que parece no cesar nunca.

A pesar de que es advertido del enorme número de carteristas y ladrones que Dakar acoge en su seno, el viajero no puede evitar la oportunidad de caminar siquiera unas pocas horas por sus atractivas calles, tomando, eso sí, las debidas precauciones. La avenida Pompidou, nervio central de la capital, desborda sus dimensiones físicas y sumerge al visitante en un caos inenarrable de ciudad viva. La belleza de sus gentes, en ocasiones extrema, obliga al viajero a llevar su mirada de un rostro a otro, sin ningún afán perverso, sólo por el agrado de recrearse en sus sutiles formas, en sus hermosos contornos. Por la noche, Dakar se abre en todos sus sentidos al visitante: la ciudad bulle a partir de las dos de la mañana y sus numerosas discotecas -donde la nativas tratan de intimar con los adinerados extranjeros a la búsqueda de un poquito más de prosperidad- se llenan de inagotable actividad.

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© 2001 texto y fotografías Carlos García Manzano

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