Sergio Borao Llop |
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Satisfechos, inermes, acomodados, voluntariamente ciegos. Felices de haber llegado adonde nunca pretendimos. De habernos encogido de hombros ante las circunstancias. De haber hecho de la resignación una virtud. De haber cambiado nuestro sueño por un inmundo pedacito de tierra estéril. De haber servido de distracción al destino y a pesar de todo estarle agradecidos. ¿No ansiábamos fuentes frescas y cristalinas donde saciar nuestra sed, en las que apagar la fiebre del llano? ¿No buscábamos acaso una cumbre virgen salpicada de pajarillos, ardillas y sol, surcada por el viento norte y regada por lluvias limpias y limpias nieves? ¿A qué viene entonces ese conformarse con las fuentes ponzoñosas de la mediocridad, con el viento caliente y putrefacto de la decepción? ¿No hubiese sido mejor, entonces, haberse extraviado, haber tomado bifurcaciones al azar sin tratar de asegurarnos un regreso que, de todas formas, no iba a ser posible? ¿No hubiese sido preferible yacer en alguno de los múltiples valles que alberga la memoria, en compañía de aquella jovencita que aún somos capaces de entrever en sueños? ¿No seríamos más felices si hubiésemos tomado el rumbo de aquellos amigos que compartieron su vino y su pan con nosotros, aun a sabiendas de que habríamos de alejarnos pronto? O lanzarse al vacío desde esta cumbre no deseada, gritando en la caída nuestra humillante condición de dioses fracasados, nuestra indestructible esperanza que no entiende de resignaciones ni de espíritus conformes, gritando en la caída nuestros nombres, como una lluvia persistente. |
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