Perspectivas mIGUEL SERRANO LARRAZ (*) |
Sé que os costará aceptarlo pero yo, cuando estaba vivo, no creía en la reencarnación. Y qué triste se me hace decirlo ahora, viéndome como me veo. Ahora que tengo todas las horas del mundo para reflexionar sobre los errores pasados. Ahora que la aceptación de la propia culpa ocupa y extermina el noventa por ciento de mi tiempo útil (considero tiempo inútil todo aquel en el que estoy desenchufado, tiempo imposible de medir si no fuera por los relojes de la pared que hay frente a mí). El pasado, ese pasado remoto en el que estuve vivo, se ha convertido en una mancha de luz de la que no entiendo casi nada. Una mancha extensa, desenfocada, absoluta. Siento un dolor en el brazo derecho, como un pinchazo, a pesar de que no tengo brazo. A menudo paseo mis recuerdos por las vacaciones de mi infancia, en Salou, rodeado de primos que chillaban. Los chillidos son impulsos cuadrados. La luz de Salou construye y delimita el ruido de fondo de la nostalgia. Qué pena no haber prestado más atención a las clases de Óptica, a las clases de Física Cuántica, para explicar todo esto con términos más adecuados o más precisos. Otras veces me empeño en creer que hubo a quien le caí bien, que tuvo que haber alguien que me quisiera, alguna vez. Consuelos tristes, pero sobre todo consuelos inútiles. De nada me sirven ya. El caso es que yo me reía cuando los compañeros de facultad, entre café y café, o en los larguísimos descansos entre clase y clase, hablaban del karma, o de los chakras, o de la transmigración del alma inmortal. Me reía con ganas y sin disimulo. A diafragma batiente. Valientes pardillos, pensaba para mí, qué se habrán creído. Me parecía increíble que futuros investigadores del CSIC, futuros profesores de física o de matemáticas, futuros programadores, futuros controladores aéreos, futuros ministros socialistas, creyeran en semejantes paparruchas. Somos células y sólo células, solía decir yo, y nos dispersaremos sin remedio. Se pudrirá nuestra carne, y nuestra conciencia se desintegrará, y nada ni nadie va a redimirnos de ese final. Quién puede sentir ningún entusiasmo al pensar que su próxima vida se desarrollará bajo la forma inevitable de una lechuga o un colibrí, un gusano o un estanquero de Cáceres. ¿Es que nos estamos volviendo todos locos? ¿Es que la humanidad no ha aprendido nada en los últimos dos mil años? Ahora, de vez en cuando, me da por preguntarme qué habría sucedido si yo me hubiera comportado de otra forma, si yo hubiera dudado (siquiera por un momento) de mis firmes convicciones materialistas. ¿Acaso me habría sido concedido un destinomejor? Y quién sabe. Podría ser. Demasiado tarde para lamentarse. Mi muerte, por lo demás, sobrevino del modo más deplorable. Tanto que casi me da vergüenza relatarla, incluso en estos momentos en que todo sentido del ridículo me está vedado. De todas formas, si soy realista, la verdad es que dudo que nadie esté escuchándome ahora mismo, en este preciso instante. Desde mi muerte, es triste confesarlo, arrastro bastantes problemas de comunicación. Hablo y nadie me escucha, gesticulo y nadie responde, grito desde las cavernas del pensamiento y ningún semejante me reconoce: ni siquiera creo que pueda llamarse lenguaje a este chisporreteo circular en que me he convertido. Volveré a esto más tarde: ahora será mejor que me decida de una vez y relate, quizá para nadie, las circunstancias de mi fallecimiento. Sucedió un día de invierno, la mañana siguiente a una borrachera, helada y tumultuosa, en el césped aletargado del parque grande. Baste decir que yo acababa de cumplir veintidós años. El futuro se abría ante mí hermoso y prometedor como un labio partido. Aquel día me desperté a la una y media de la tarde, comatoso, en medio de un infierno de remordimientos y secuelas gástricas (benditos problemas intestinales, qué no daría yo hoy por recuperarlos, ahora que todo dolor y todo placer me son inaccesibles). La resaca siempre me ha hecho sentirme como un fantasma. Llevaba casi diez días sin aparecer por la facultad, pero eso no impedía que yo siguiera considerándome a mí mismo un alumno de la Universidad de Zaragoza, incluso un alumno prometedor. Me duché tarareando una canción de Antonio Machín. Sonreí al recordar ciertos pormenores de la madrugada anterior. Después me lavé los dientes, encendí el televisor, puse a cocer un bote de garbanzos con chorizo y zanahoria. Detalles y rutinas intrascendentes, que yo hubiera olvidado por completo si aquella no se hubiera terminado convirtiendo en la última sucesión de actos triviales de mi vida. Mi última ducha, mi última comida. Mi última resaca. Mi última siesta. A las tres y media, mientras trataba de mitigar una jaqueca terrible tumbado en el sofá, Andrés llamó por teléfono para recordarme la conveniencia de que asistiera a las prácticas de la asignatura de Electrónica. ![]() |
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© texto 2009 Miguel Serrano Larraz |
* Este relato pertenece al volumen "Órbita", publicado por la editorial Candaya, 2009. |
©2009 El Cronista de la red
Versión 19.0 - Septiembre 2009
El cronista de la Red número 19. Biografía, relato, fotografía, arte, dibujo, poesía, libros, traducción, nuevos creadores. Viaje, la historia, la arquitectura y la cultura