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las consignas, las proclamas, los manifiestos, las canciones de Dylan, las voces de protesta a través de los bafles, distorsionadas, magnificadas, terribles hablando de lo más terrible, dedos acusatorios contra quienes envían al infierno a hombres como yo, contra quienes crearon ese torbellino de destrucción al que destinan miles de corderos para un cruento e interminable sacrificio en nombre de las grandes palabras que esconden aún más grandes mentiras, hombres y mujeres pacíficos que se movilizan contra los cuatro jinetes del Apocalipsis que ofrendan la sangre de inocentes en sus altares enmoquetados que se levantan en el ático de un rascacielos, seres humanos humildes, minúsculos como los que observábamos desde lo alto del Empire State cuando nos abrazamos por primera vez, que alzan su voz, que gritan, que se empeñan en salvarme, que no saben que yo no quiero que me salven, que precisamente quiero ir al infierno para no salvarme, que mi única salvación eras tú, Nora, sin que yo lo haya sabido hasta hoy, y que habiéndote perdido la guerra estará siempre donde esté yo, que soy irrevocablemente una víctima, un cadáver, aunque vuelva para caminar como un autómata por estas calles, y te espere a la salida de Juilliard y me quede hipnotizado mirándote a través del cristal de la cafetería de enfrente, y me concentro en el interior del coche, en mi papel y mi bolígrafo, en las voces que el conductor sigue dirigiéndome y que nunca entenderé, al respaldo del asiento delantero donde se estampan tenues e imperfectas las luces y sombras que siembran la calle a la caída de la tarde, a la mampara que evita que yo pueda agredir al conductor y que me devuelve mi desesperado reflejo, desencajado, dolorido, roto, al salpicadero del coche, con su bandera puertorriqueña, la tarjeta de identificación del conductor, láminas de santos, vírgenes, jugadores de la liga de béisbol, de la estrella erótica latina del momento, cintas, papelitos pegados con recados que olvidó hace tiempo, chapas, insignias, lápices, pinturas, recibos, papeles, servilletas, centavos de cobre, clips, llaves, lazos, envoltorios de caramelos, cintas de casete, mientras la noche va asomando poco a poco al parabrisas delantero y la luz de la ciudad se despide lentamente de mí, como un telón que cae sobre mi vida y sobre tu recuerdo. Y al llegar a la Avenida del Parque, por fin la total oscuridad, el perfilado contorno grisáceo del Museo Metropolitano de Arte contra las apenas intuidas copas de los árboles de Central Park, diluyéndose en la noche como yo me borro de la vida, de tu vida, de nuestra vida, mientras el Checker (porque mi último paseo por la ciudad había de ser en un Checker, en uno como aquel que nos devolvió del hotel aquella primera noche, entrelazados, exprimidos, satisfechos de amor), con la pintura amarilla y sus cromados centelleantes al contacto con la luz anaranjada de las farolas y los semáforos de la avenida, se lleva mis restos lejos de ti, como en la última estrofa de los versos de ese poeta mexicano que adoras, ese poema que respira ciudad, es un taxi amarillo que me lleva al país de las llamas a través de Central Park en la noche. La noche eterna. | |
© texto 2008 Alfredo Moreno | |
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© 2008 El Cronista de la red
Versión 17.0- Junio 2008