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Abre los ojos: ya estás adentro de ti mismo,/ en un barco de monosílabos navegas/ por el estanque-espejo y desembarcas/ en el muelle de Cobra: es un taxi amarillo/ que te lleva al país de las llamas/ a través del Central Park en la noche. (Central Park, de Octavio Paz) No sé nada del infierno, pero viajo hacia su centro en un ataúd amarillo. Quién sabe. Dicen que muchos vuelven, que un buen día llaman a la puerta de sus casas, se abrazan a sus mujeres, besan a sus hijos, ríen y lloran con sus padres, retozan con sus novias, bromean con sus amigos, recuperan su felicidad en el mismo punto en que la dejaron. Que saludan al llegar al trabajo como si se hubiesen despedido de sus compañeros la tarde del viernes anterior, se sientan en sus despachos o se colocan tras el mostrador con la interiorizada rutina del que lo hace cada día sin que el largo paréntesis de fuego y sangre suponga más que un leve pestañeo automático. Que ocupan de nuevo su pupitre en las aulas y se disponen a escuchar las sempiternas enseñanzas de las obras de Hawthorne o Whitman, de las tesis de Thoreau o Emerson, descansando el lápiz en el exacto párrafo subrayado donde se había quedado un año atrás, como si lo hubieran leído a medias la noche anterior a la luz de una bombilla gastada en el cuarto estrecho y frío del colegio mayor y, vencidos por el sueño, hubieran dejado el resto del libro para el día siguiente. Que meses contemplando muerte y desolación apenas ha dejado más huella que una leve pesadilla cuyo temor ancestral no nos cuesta olvidar una vez que escuchamos el rumor del agua en la ducha o nos llega el aroma de los huevos crepitando en la sartén. Pero mienten. Porque los que han regresado ya no son los mismos, sus ojos han perdido el brillo, sus ademanes son lánguidos, artificiosos; carecen de alegría al caminar, ya no silban, no canturrean, ya no acarician a su perro ni dicen cosas a los bebés, ya no dan los buenos días a sus vecinos mientras levantan la mano que sujeta el periódico de la mañana y con el otro brazo sostienen contra el cuerpo la botella de leche, asisten al partido de los sábados con la mirada perdida y la atención puesta en algún remoto lugar de sus recuerdos, aplaudiendo los tantos por mimetismo, serios e impertérritos ante la canasta que da el triunfo en el último segundo. Los miles de kilómetros que han recorrido y los cientos de tragedias que han visto les han hecho abandonar en el corazón del infierno una parte de ellos que jamás recuperarán, quizá el alma. Son como zombis de una mala película de los cincuenta, como los clones extraterrestres sin emociones nacidos de vainas que imaginó Don Siegel (¿te acuerdas de aquel cine de arte y ensayo de la calle Bowery?), que respiran, se mueven y piensan, pero que no sienten. En cierto modo, puede que en lo único que importa, también están muertos. No han vuelto. Siguen allí y nunca volverán. Su destino es el mío. El conductor habla a gritos, me dice cosas en español que no entiendo, al tiempo que lanza insultos a los coches que nos rodean. Yo asiento mecánicamente y respondo vaguedades mientras no retiro la vista del papel. Entre sus gritos, el ruido del motor, la estampida del tráfico y de los cláxones, el golpe de la lluvia sobre el asfalto y las lunas del coche, la voz metálica y nasal de la emisora que insiste en pedir un servicio para East Broadway, apenas logro distinguir en la radio la mágica melodía de una música que no miente, el lamento de un viejo bolero que no comprendo, pero que quiero imaginarme que habla de una mujer abandonada que espera el regreso de su amor. Hiciste bien, Nora, en no esperar. Tú eras mi salvación, pero yo era tu condena. Lo he comprendido tarde. Siempre supe que el mundo entero sería un infierno sin ti, sentarse cómodamente en un club de jazz de la calle Catorce o exponerse al fuego enemigo en una jungla de Indochina no serán más que matices de un mismo sufrimiento. Vive, porque yo no volveré; quizá vuelva mi cuerpo, pero ya no seré yo. Lo poco que de mí quede se repartirá entre un encharcado arrozal asiático y el corazón roto en un lóbrego apartamento del Village, aquella mañana fatídica, contigo en brazos de otro, pagándome con creces años de culpables desencuentros. Nadie muere dos veces y yo ya estoy muerto: la guerra no puede matarme otra vez. | ||
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© texto 2008 Alfredo Moreno |
© 2008 El Cronista de la red
Versión 17.0- Junio 2008