Pese a la sugerente intensidad de la palabra utopía, somos conscientes de que no parecen estos tiempos propicios para su
reivindicación. Es sabido por repetido: en nombre del pragmatismo y del realismo político que impregnan las
expresiones de la acción y el pensamiento contemporáneo, el imaginario individual y colectivo, ese "soñar despierto"
al que son tan proclives los seres humanos, está en crisis. La acelerada demolición de sistemas, creencias e ideologías
a la que hemos asistido, supremos baluartes en los que se había refugiado el discurso político e ideológico de las últimas
décadas, ha desalojado el discurso utópico de toda reflexión prospectiva o programática y ha erradicado la
mayoría de las tensiones en aras de un ecumenismo complaciente.
Utopía, palabra que significa "lugar que no existe", lugar situado en "ninguna parte", ha caído en desuso, está
desmonetizada en el lenguaje corriente y tiene una connotación peyorativa. En las conversaciones coloquiales ha pasado a ser sinónimo
de prospección de lo imposible, sueño o quimera irrealizable, proyecto desmesurado que, aún cuando pueda ser
positivo desde un punto de vista teórico, resulta inactual, "pasado de moda".
En la acelerada demolición de sueños y esperanzas con que se identifica el post-modernismo, la función utópica que
había acompañado con entusiasmo la historia del imaginario individual y colectivo parece de golpe cancelada y arrojada
al "baúl" donde se ofrecen en saldo ideologías e ideas empobrecidas. En este contexto, no es extraño que se
publiquen cada vez menos obras a las que se puede calificar de utópicas y que éstas sean en su mayoría utopías negativas.
Por si fuera poco, todo proyecto utópico es sospechado de totalitario, tantos "sueños" se han transformado en "pesadillas",
cuando las utopías se han realizado.
Sin embargo, justo en el momento en que las fronteras mentales y culturales se han ampliado gracias a la desaparición del mundo
bipolarizado en términos ideológicos, no deja de ser paradójico que se haya erradicado toda forma de imaginación
que rebase los límites de lo "razonable" y lo "políticamente correcto". Si bien era legítimo desconfiar de los "sueños
de la razón" y de las tentaciones de dar respuestas absolutas ante un porvenir incierto, no deja de ser contradictorio
que, cuando más necesario debería ser imaginar otros futuros posibles y salidas al impasse casi monotemático en que
estamos sumergidos, el discurso utópico se ha excluido radicalmente en el horizonte de todo debate.
En momentos de crisis y de "vacío", como los actuales, todo debería invitar a pensar arriesgando hipótesis.
Porque, digan lo que digan los realistas y los historicistas puros, empedernidos causalistas en lo económico y en lo social, en
momentos de crisis son más imprescindibles que nunca los resquicios que propician "el soñar despierto" de la utopía.
Porque, la utopía que se destierra ahora del imaginario colectivo occidental, ha estado desde siempre presente en la historia, donde puede rastrearse sin dificultad la tensión que ha opuesto la "topía"
de la realidad (el ser) a la ontología del deber ser (la utopía). Esta tensión entre ser e
idealidad no sólo se explica por la naturaleza dual de todo discurso utópico, sino por el carácter
particularmente desgarrado de toda identidad dividida entre lo que "cree ser "o, más aún, por aquello que "quisiera ser".

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