![]() Los días sicilianos - 3 - |
Aunque, menos poderoso en Taormina. Pero también. Entre el volcán y el Jónico, Taormina es la perla azul de Sicilia, asomada al mar de Eneas desde la ladera del monte Tauro. Sobre la escena del antiguo teatro griego, que los romanos reconstruyeron restándole gracilidad, un guía local de la ciudad se empeñaba en explicarnos la diferencia entre el logos griego y la praxis romana. Aquel guía se sentía descendiente de los griegos y no hablaba muy bien de sus propios conciudadanos. No sé más. Confieso que yo miraba desde lo alto de las gradas al mar, ligada por un metafórico cordón umbilical a aquel paisaje que era el mío. Un paisaje que he reconocido siempre, desde las largas tardes estivales de la infancia atravesadas de cal. Hay colores que son nuestros ojos. El Corso Umberto I, calle antigua de época romana, está lleno de tenderetes bullangueros e imposibles. En la terraza interior de una de las cafeterías volví a encontrar a los puppi, apuntalados contra la pared: otro reclamo turístico. Al mirarlos aquel día, recordé que la tristeza, como la belleza de la naturaleza, cambia y es duradera. ![]() ![]() En Taormina, me despedí de Agnello. Pero no quisiera recordarlo. La sombra de Agnello me había acompañado durante casi todo el viaje, desde que lo encontré en Segesta, al pie del templo griego, inacabado desde el siglo V antes de nuestra era. He querido pensar en él como quien fue: uno de aquellos exploradores y estudiosos de los siglos de oro italianos, que buscaban en las ruinas otras vidas y viejos lenguajes que les ayudaran a hablar de cosas nuevas. Lo pensé hermoso a Agnello. A imagen de alguno de los muchachos que conozco por la pintura italiana del siglo XVI. Y tiene que ser del siglo XVI en el que vivió y casi con toda probabilidad murió. Mientras todo el mundo daba vueltas a las columnas, yo me senté junto a él y dejé que su silencio corriera las cortinas para mí. Pasé el resto del viaje a solas con él, aunque en muchos momentos solamente se atreviera a seguirme en la distancia. En Selinunte lo vi descender por la colina hacia el mar, mientras yo hacía fotos a los templos. Me llamaba a gritos, con bellísimos apelativos a los que no estoy acostumbrada, y se empeñaba en invitarme a subir a una embarcación que, según él, andaba amarrada abajo en el puerto, al otro lado de la acrópolis. Pero yo no podía verla. Y no quise ir. Agnello mantuvo su enojo hasta Agrigento. Fue allí donde me dio a entender que él no saldría nunca de Sicilia, que si quería saber de él y ser por él amada debería permanecer yo también allí. Me hizo madrugar en el Valle de los Templos para ver el sol sobre la cúspide del de la Concordia,. Ese día le dije que no me quedaría, pues es evidente que no toda pasión puede cumplirse. Ambos lloramos largamente, sentados al pie del altar de los sacrificios del gran templo de Zeus, porque ni siquiera en Sicilia, donde todo tiempo anterior parece ser presente, es posible forzar la línea que separa las vidas y construye la historia. ![]() Cuando tomé en Catania el avión de regreso lo hice a solas, todavía sin historia y sin autor. Pero con mi maleta. Y con Ruggiero desmontado. ![]() |
© texto y fotografías 2008 Luisa Miñana |
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©2008 El Cronista de la red
Versión 16.0- Enero 2008