Javier Lopez Clemente. Vestido Azul 0.

el vestido azul

El vestido azul

jAVIER LÓPEZ CLEMENTE

iLUSTRACION: rABODIGA

    "que no vaya a dolerme y, sobre todo, que haga juego con mi vestido" (Luis Alberto de Cuenca)


     Elena aprovechó la festividad de Todos los Santos para sustituir las ropas de entretiempo por las prendas de un invierno que se deslizó presuroso entre las isobaras de los mapas del tiempo. La piel interior del armario mudaba cuatro veces al año, una por cada estación, mientras los atuendos de temporada descansaban en el dormitorio, el resto esperaba turno en el trastero.

    La primera fase de la operación traslado vació el armario del dormitorio. Elena descolgó el vestido violeta de punto calado, el negro de puntillas con escote cerrado y el amarillo con cuello barco; la cazadora de piel marrón, la gabardina de ante y el capote de caramelo; el traje chaqueta de pata de gallo con chaleco de franela y camisa blanca de popelin, los pantalones de pata de elefante y los de pana color canela.

    Un batallón de toallitas abrillantadoras se desplegó por la zona recién despejada y repararon los arañazos que el paso del tiempo había infringido en las superficies color cerezo. Fue una tarea muy gratificante durante la cual Elena olvidó los pequeños sinsabores cotidianos, los días oscuros y las discusiones. Unos minutos para reflexionar sobre el devenir del amor, la pasión y la vida, era tan sencillo como seguir la veta de la madera, si no te salías del guión establecido, si mantenías la línea trazada por el destino, si te amoldabas al silencio hasta hacerte invisible, en ese caso, los resultados eran sobresalientes y los problemas se esfumaban.

    La segunda fase se desarrolló en el trastero. La ropa de invierno ocupaba dos de las cuatro puertas del armario de su antiguo dormitorio de soltera, un mueble robusto que Elena compró con las primeras mensualidades de su trabajo de modista y al que le guardaba un cariño especial. Fue lo único que pudo recuperar de la casa dónde había pasado su infancia cuando, tras la muerte de sus padres, la familia se peleó hasta el odio por cuatro palmos de secano, dos perras y media en el banco y una casa mal vendida. El mobiliario terminó en el fuego del olvido de una noche de San Antón, ardieron todos los enseres menos su armario, que Elena instaló en el trastero de su flamante hogar de casada.

    Las manos volaron de una percha a otra trazando el baile de la indecisión, una coreografía en busca de la mejor opción para el traslado, cabriolas para decidir si comenzaba por las prendas más pesadas como parkas y abrigos, o iniciaba la tarea con los atuendos más livianos como camisas y jerséis. El reencuentro se produjo en medio de aquellos titubeos.

    El vestido azul estaba agobiado por el escaso espacio entre el chubasquero canela y el poncho marrón, que lo acogía. Elena se apresuró a mover la ropa que lo rodeaba, empujó el chubasquero hacía atrás y cambió el poncho de sitio. Las primeras bocanadas de aire fresco lo desahogaron, la inyección de oxígeno resultó milagrosa para la tela, los tirantes se desperezaron y el talle respiró e insufló color al estampado floral. El conjunto ganó tanto en lozanía que el embrujo tentador llegó a los ojos de Elena. Ella le negó la mirada pero olvidó la débil naturaleza de sus dedos que sucumbieron a los impulsos de la seducción. Los dedos se desplazaron con ceremonia hasta detenerse a un milímetro de la tela. Recorrió las costuras respetando la fina muralla levanta por aire, lo hizo despacio pero poco a poco fue ganando velocidad hasta que su gesto se asemejó a los de una curandera que quisiera sanar los males del alma con pasamanos, aleteos y reboleras. Elena deseó que la danza ahuyentara miedos y recuerdos, pero los recuerdos no atienden a los desmanes de los humanos, ellos van y vienen con el antojo de lo imprevisto, no atienden a razones de oportunidad, ni hacen caso a la voluntad de sus legítimos propietarios, al contrario, aparecen cuando menos los necesitas y se ausentan cuando son requeridos con la máxima urgencia, espíritus burlones a los que hay que aprender a dominar para que no saboteen tu vida.

    Elena jamás subyugó a sus recuerdos, tal vez por eso se presentaron con buena cara, cruzaron el umbral de la puerta del trastero con la alegría y con el descaro del que se sabe importante, sobrevolaron el armario y se enhebraron entre las yemas temblorosas de los dedos. Elena acarició el vestido.


El vestido azul
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© texto 2008 Javier López Clemente

© ilustración 2008 Rabodiga

©2008 El Cronista de la red

Versión 16.0- Enero 2008