El barrio antiguo de Delicias - 2 |
Había veranos en los que mis primos de Madrid venían a quedarse en casa de la yaya, entonces, a mí me dejaban trasladarme y quedarme con ellos. Eran extraordinarios esos veranos. Primero debíamos hacer los deberes que nuestras madres-sargentas nos imponían, y luego, todo el día para jugar. Lo único que no podíamos era hacerlo en la calle y padecíamos de envidia al ver a los chicos pasarlo bien en el rincón de la calle Jordana, donde estaba el molino de harina. Sin embargo, cuando nos mandaba a comprar el pan a la fábrica de Ángel Jordán que estaba en la calle D. Pedro de Luna, enfrente de las escalericas que salvaban la pendiente de la calle Graus, nos deteníamos a echar un vistazo e intervenir si era preciso. Hacer recados tenía premio. Si te mandaban a la tienda de ultramarinos de Casa Maza o La Riojana, ambas en la avenida de Madrid, podías comprarte algún pepinillo o variantes. Comprar algo en la farmacia de Lamarca, te aseguraba una concha de merengue en la Pastelería Santa Teresita. Si ibas a cambiar novelas a la tienda de Encarna en la calle Jordana, te podías comprar un frisel en el bar El Puerto, que estaba al lado, y si la encomienda era de mayor esfuerzo o más lejos, el premio era de dinero. Comprar patatas en Goñi o, por ejemplo, si tenías que ir con el barral a comprar vino a Casa Quílez, a la avenida de Madrid al 129, que ha sido la genuina, la que dio nombre a la que se menciona en el libro de Garrido y que es lo único que conservó, precisamente por la fama que llevaban la calidad de sus vinos de barril, sus navajas, las mejores de la ciudad, y su servicio de bar desde la madrugada a quienes iban a trabajar temprano. Casa Quílez y Casa Agustín eran los dos bares más famosos de Las Delicias. Ese dinero, más el de las propinas semanales, lo gastábamos en chucherías que le comprábamos a la abuelica que con una cesta con departamentos se ponía a vender en la esquina de la avenida de Madrid con la calle de Zapata, en la puerta de la sedería Los Pirineos. También y muy satisfactorio era ir a cambiar tebeos a Alcaine, en la plaza Rocasolano. No comprendo cómo no se hace mención en el libro de esta tienda, tan importante para todos nosotros, ya que toda la chiquillería del barrio iba a esta papelería. Tenía todos los números nuevos que salían cada semana y podíamos cambiar tebeos y llevárnoslos a casa o leerlos allí mismo sentados en unos bancos de madera corridos. Por último, los domingos, si todavía quedaba 1 peseta, veíamos una peli en el cine Pesetero, situado en la parroquia de Santo Dominguito de Val. Estaba regentado por el cura D. Julián Matute, "el de la varica" que cuando apagaban las luces, recorría la sala, y si le parecía que no te estabas comportando bien, te pegaba. Tapaba la pantalla con la mano cuando los protagonistas se daban un beso, con los consiguientes pitidos de los chavales. Interrumpía la proyección a mitad de la película y nos sermoneaba. Yo lo recuerdo como un tostón de hombre. Los otros cines, Delicias y Madrid, eran más caros y nos llevaban los adultos. Nos movíamos libremente por el barrio, sin impedimentos, conociendo cada rincón, desde el Castillo Palomar, nuestro parque, hasta la piscina de la ciudad jardín y desde los enlaces hasta el paso a nivel. Pero nos hicimos mayores de repente y llegaron los años setenta que lo cambiaron todo. |
© texto 2007 Marisa Lamarca © ilustración ARchivo Municipal de Zaragoza |
©2007 El Cronista de la red
Versión 15.0- Septiembre 2007