El barrio antiguo de Delicias pOR mARISA LAMARCA |
Cuando leí no hace mucho que José Garrido Palacios había publicado "Historia del barrio de Las Delicias", corrí a comprarlo y empecé a leerlo con esa pasión que se pone ante un libro del que esperas muchas satisfacciones. No sabía que iba a encontrarme con un trabajo investigador que reconstruye los orígenes del barrio y sus transformaciones económicas, sociales, demográficas y culturales y que, por tanto, carece de cualquier mirada nostálgica o evocadora de ese lugar en el que pasé un largo e importante periodo de mi vida. Leerte un tratado socioeconómico, cuando lo que esperas es conectar con esa parte tuya que se fue, resulta frustrante. Además, en muchos aspectos, no estoy de acuerdo en que ciertos sectores, como el de la avenida de Valencia, formaran parte del barrio, ni tampoco el de algunos servicios. Este sería el caso de la estación de Campo Sepulcro, Averly e, incluso, Casa Emilio, que pertenecen todos a la zona de El Portillo y nunca se han tenido por ser de Las Delicias, aunque esta última se encuentre en la avenida de Madrid. La frontera siempre ha estado en el paso a nivel, por un lado y los enlaces, Duquesa Villahermosa y camino de Escoriaza, por otro. Y sé tanto del barrio no sólo por haber vivido en él, sino porque he oído siempre hablar a mis padres y a mi familia de su historia y de la importancia que tuvieron los primeros colonizadores en su formación, y de los que poco o nada se habla de ellos. Mi madre había nacido y crecido en la nueva zona, por entonces, recién poblada avenida de Madrid, ya que mi abuelo materno, José Calandín, había sido uno esos nuevos colonizadores. Procedía de Crivillén, Teruel, era maestro de albañiles, hizo una casa en la calle de los Pinos, hoy Calanda, y cuando se casó con mi abuela, fueron allí a vivir. Más tarde, compró un terreno y edificó una casa en el callejón, en la avenida de Madrid con la calle Arias, hoy D. Pedro de Luna, y en ella nacimos todos los descendientes. Los recuerdos más vivos son los de los veranos en los que los chiquillos tomábamos el barrio para disfrutarlo y poseerlo. Nosotros vivíamos en la calle Torres Quevedo, enfrente de la fábrica de conservas. La casa era muy grande y de mucho trabajo, pero mi madre era una de esas mujeres que no se arredraba ante nada. Trabajadora incansable y muy escoscada, con la ayuda de una mandadera, lo tenía todo controlado. Cuando le tocaba venir a casa a la señora Teodora y estábamos de vacaciones, no nos dejaba vivir a mi hermana y a mí. Al punto de la mañana (era de Tauste), nos sacaba de la cama a la voz de: ?¡Inde! ¿pero aún estáis así? ¡arriba, chandras!? y no nos quedaba otro remedio que levantarnos. Entonces nos mandaba mi madre a comprar al mercado, a buscar el hielo a Casa Camas en la plaza de Rocasolano (hoy Huesca) o a llevarle cualquier cosa de casa a mi abuela que, como he dicho, vivía en la avenida de Madrid. La casa de mi abuela era un sitio extraordinario para un niño. De tamaño considerable, parecía un castillo donde podías recrear todos los juegos imaginables. Tenía habitaciones muy grandes, alguna con alcoba, con hermosos muebles antiguos. Recuerdo que en el comedor, amplio y confortable, había un cuadro de la Exposición Internacional de Barcelona de 1929 a la que habían ido mi abuelo y mi tío y una foto de mi abuelo, que a mí me encantaba y que después me quedé, erguido, con la mirada firme, transmitiendo una gran seguridad. En la despensa, mi abuela guardaba las laminerías que nos hacía: a mí natillas y a mi hermana y a mis primas arroz con leche, también las parras llenas de las olivas verdes cascadas y aliñadas con hinojo y tomillo, o esas latas con galletas de Casa Sanz . Una gran terraza, en la que hemos disfrutado todos los primos, y desde la que se accedía a casa de mis tíos, otro lugar encantado por el que podías campar a tus anchas y desde el que se bajaba a un gran sótano que había servido de refugio en la guerra civil. Enfrente teníamos la conocidísima Casa Agustín, la de las anchoas y las cañas. Pero a mí lo que me fascinaba era contemplar, cuando los veía por la terraza, el pelo rojo de la hija y la destreza con la que servía en el mostrador, Cachi, el hijo. |
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© texto 2007 Marisa Lamarca © ilustración ARchivo Municipal de Zaragoza |
©2007 El Cronista de la red
Versión 15.0- Septiembre 2007