JOSÉ LUIS BORAU, un hombre de cine - 2 |
Pero si esta es la imagen más reciente de Borau que ha alcanzado cierta difusión, para acercarnos a la primera, anónima y casi perdida en el pasado, hemos de buscarla en una casa cercana al Canal Imperial de Aragón, en el zaragozano barrio de Torrero, un caluroso ocho de agosto de 1929. Aragón en general y Zaragoza en particular es una tierra profundamente ligada al cine, no sólo por haber servido de enorme plató en múltiples ocasiones a producciones tanto nacionales como extranjeras de todos los calibres y presupuestos, sino también por ser prolífica en el surgimiento de profesionales del cine, uno de cuyos mayores puntales vino al mundo en la turbulenta Zaragoza de finales de los años veinte, década marcada por las luchas sociales, las manifestaciones, las huelgas, los asesinatos políticos y las bandas de pistoleros anarquistas que hacían de la ciudad una réplica a pequeña escala de la violenta Chicago de los años dorados. España vive entonces inmersa en un lento giro hacia la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de un Alfonso XIII demasiado complaciente con las funestas políticas del general, y la primera infancia de Borau coincide con la llegada de una República que concitaba grandes esperanzas. La familia de Borau pertenece a una clase acomodada: su padre, Félix, de pensamiento republicano aunque sin militancia política formal conocida, trabaja en el Banco Hispanoamericano, y su abuelo paterno, que vive con la familia hasta su fallecimiento pocos meses después del nacimiento de José Luis, y que es el encargado general, dispone incluso de chófer. Durante los primeros años de vida de Borau la familia se muda varias veces de casa, estableciéndose finalmente en un edificio de cinco plantas de la calle Albareda de Zaragoza. Los primeros recuerdos de infancia de Borau evocan sus tardes de juegos solitarios en habitaciones en penumbra de aquel piso, y también los grandes desfiles que acudía a ver de la mano de sus padres, en especial los actos del día de la República, cuando su padre lo llevaba sobre los hombros mientras la comitiva oficial discurría desde la Plaza de España hacia la Gran Vía y el Campo de la Victoria, e incluso se refieren al convulso y violento ambiente de la Zaragoza de los pistoleros (los pacos), que perturbaban con disparos y disturbios los paseos del pequeño José Luis con su madre, Antonia Moradell, por el Paseo Marina Moreno (ahora, de la Constitución). El hecho de que José Luis sea hijo único hace que se aglutinen en torno a él todos los mimos, cuidados y preocupaciones de toda la familia, incluida la tía Mercedes, persona que siembra en el joven el gusto por el dibujo, el cual le hará pensar en un primer momento en seguir cuando sea más mayor los estudios de arquitectura. El dibujo será una temprana afición que tendrá que competir, sin embargo, con la atracción que el niño José Luis empieza a sentir por la literatura y el cine, del que Zaragoza es ya en aquella época uno de los lugares de España donde tiene mayor aceptación, con múltiples salas y cinematógrafos a los que acude en masa el público como habitual forma de diversión. La llegada de la guerra civil, que el pequeño José Luis recibe con la alegría inocente del niño que festeja el cierre de los colegios, le ofrece el espectáculo de una ciudad caótica y ajetreada, un conglomerado urbano situado en la retaguardia franquista en la que a cada momento se producen traslados de tropas, se establecen campamentos de soldados en marcha hacia los frentes, trasiegos constantes de trenes llenos de hombres y mercancías, llegadas continuas de heridos a los hospitales, colectas constantes de víveres, ropa de abrigo, medicamentos o donativos para destinar al esfuerzo guerrero, y por encima de todo, una ciudad en la que los cines eran refugio, no ya para mitigar los problemas cotidianos de penurias y escasez con unas horas de asueto, sino en sentido estrictamente literal, invadidos prontamente por la multitud en cuanto se escuchan las sirenas de alarma de bombardeo, un lugar oscuro en el que los haces de luz de las linternas y los sacos terreros son el único paisaje, y en el que hasta hacía pocos instantes la gente miraba absorta en la pantalla las tribulaciones de personajes ficticios de celuloide, la irrupción de la triste realidad en esa hermosa mentira que es el cine. |
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© texto 2007 Alfredo Moreno |
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Versión 15.0- Septiembre 2007