I Las aguas del Índico, rosas y moradas al atardecer, se cubren de una fina neblina que convierte en irreal el paisaje. La playa es nuestro puerto; como un navegante que llega salvo a tierra, así nosotros nos sentimos a salvo al lado del mar: Mediterráneo transfigurado en nuestro recuerdo, que nos recibe y nos envuelve en su regazo húmedo. Es la puerta a un paraíso que cubrirá la tierra con plantas inverosímiles, flores espectaculares y escandalosamente diferentes. Una diversidad que compite con continentes enteros. Más al norte quedó la sabana, un oasis de naturaleza salvaje acotada. Elefantes, jirafas, cebras, leones ... se dejan ver entre los árboles y la maleza. Pinceladas anaranjadas nos descubren los cuernos de los rinocerontes al amanecer y, en el vacío de la noche, ojos asustados brillan como estrellas bajo las luces de los focos. Caes en la tentación de soñar, olvidar las rejas lejanas, olvidar el confinamiento; y la imaginación vuela hacia el pasado: paisajes lejanos y míticos, lugares que ya no existen, viajeros, exploradores, viejas películas... La naturaleza acorralada sobrevive en medio de un desierto de arena humana que lo cubre y lo acapara todo. Pedazos de paisaje conservados como una rareza en medio de nuestra barbarie. Y no obstante sientes, sabes, que esa era la verdadera cara de la tierra, un residuo que ha escapado a la guadaña y que resiste porque produce, resistirá mientras produzca. Disfrutas porque no piensas, no quieres pensar. Deseas que quede algo de África, algo que te diga que no estás en cualquier otro lugar del mundo. Cientos y cientos de kilómetros de prados ondulados salpicados de viviendas bordean la carretera. La pobreza más amable pintada de colores al lado de las más aterradora, chabolas de madera podrida o chapa oxidada. Los pobres y los más pobres. El apartheid del dinero hace innecesario cualquier otro. No puedes evitar percibir una cierta tensión que flota en el ambiente; algunas miradas resentidas, esquivas, desconfiadas. Apenas ves sonrisas en las caras de los niños, sólo unos enormes ojos temerosos y tristes. Las ciudades te expulsan, y tú las repudias. Repudias su fealdad y la frialdad de las calles apenas transitadas, la violencia de las alambradas y las verjas electrificadas, los guardias de seguridad en las puertas, la seguridad protegida, seguridad imaginaria; libertad para pasear... en lugares restringidos, problemas que no existen.... si no traspasas la línea. ¿Se puede vivir siempre negando que existe lo que no quieres ver, dando la espalda a lo que no te gusta? El refugio de la naturaleza nos acoge y nosotros nos dejamos engatusar. Es más fácil olvidar, ¿por qué no mirar también hacia otro lado, si además es tan hermoso? Y nos sumergimos en los jardines salpicados de colores y nos perdemos entre los árboles centenarios, rodeados de bosques supervivientes. Primavera fructífera, encantada, que esparce arco iris sobre la hierba y cuelga extravagantes y fascinantes flores en las plantas. **** II Llegamos a Sudáfrica sin saber apenas nada de ella. El apartheid, Soweto, Johanesburgo, Mandela. Un coche alquilado nos aguarda en el aeropuerto. No tenemos ni siquiera un plano de carreteras, y hay que comprarlo allí mismo; al mirarlo nos hacemos idea de las enormes distancias que separan unas ciudades de otras. Las carreteras son buenas, pero cuando llegamos a nuestro primer destino, Sabie, está a punto de anochecer. Mpumalanga, 2000 metros de altura, paisajes espectaculares. El ambiente parece distendido y blancos y negros compran en los mismos supermercados y visitan los sitios turísticos. Normalidad. Nuestra siguiente parada es el parque Kruger. La entrada es cara, y los blancos hacen turismo mientras los negros trabajan en el parque. Todos vamos ridículamente vestidos de exploradores pero con la única misión de llevar el culo pegado al asiento del coche, de donde no se puede bajar. El principio resulta algo decepcionante, apenas logramos ver algunos impalas, gacelas, kudus y otros herbívoros. Al atardecer las jirafas, con su desgarbada elegancia, nos hacen latir el corazón. Al día siguiente la ilusión comienza, y elefantes, rinocerontes, cebras, leones, hipopótamos, búfalos y muchos otros animales, nos hacen olvidar que estamos en un parque vallado, un parque de 300 km de largo; y conseguimos imaginar, y disfrutar, lo que África ha sido en otro tiempo. La visita al jardín botánico de Nelspruit es el inicio de nuestro largo camino hacia las Drakensberg. Un macizo montañoso impresionante. Una gigantesca muralla azul se recorta contra el cielo dibujando la espalda de un dragón. Otro parque. Blancos de todos los colores recorremos la garganta que conduce a Tugela, la segunda catarata más alta del mundo: un hilo de agua casi invisible en esta época del año cayendo desde lo alto de un anfiteatro natural. Estamos rodeados de vegetación, inmersos en la paz y la admiración que provoca la naturaleza desbordante. La autopista hacia el sur nos lleva a Durban. Una ciudad fea, gris, sucia y peligrosa. Se ven alambradas en las plantas bajas de algunos edificios y extrema seguridad para entrar en otros. Sólo unos turistas blancos incautos como nosotros se pasean alegremente por el centro de la ciudad. Los ricos permanecen en las afueras, seguros en sus urbanizaciones de lujo. La tensión es el aire que se respira. La tranquilidad que nos acompañó en Mpumalanga ha desaparecido. Casi mil kilómetros nos separan de nuestro siguiente objetivo, pero 700 son todo un día de camino a través de un territorio hermoso, aunque poco recomendable, donde habitan el paro y la pobreza. "No merece la pena" significa "puede ser peligroso" en ese sublenguaje políticamente correcto, donde la violencia no se considera un problema grave cuando hablas con los que disfrutan de seguridad privada. Desde aquí, bordeamos la costa hasta Ciudad del Cabo, de parque en parque, pequeñas porciones salvadas de antiguos paraísos, lugares bellos y sorprendentes. Olas enormes estrellándose contra las rocas, árboles gigantes, increíble variedad de flores, ballenas al alcance de la mano Paseamos entre los arbustos que forman el fynbos, una de las comunidades vegetales más ricas y variadas del mundo. Un clima mediterráneo en el hemisferio sur. El cabo, con sus arenas blancas salpicadas de cebras y barrido por un viento que pulveriza el agua de las olas, es nuestro último destino. Nos reconciliamos con la ciudad, pero es la naturaleza la reina de este país, salvada de la rapiña por habitantes orgullosos de su entorno. Ciudad del Cabo, la ciudad acogedora, posee uno de los jardines botánicos más importantes del mundo, el Kirstenbosch. En él nos sumergimos en la apabullante diversidad de la flora Sudafricana, que ya habíamos empezado a conocer a lo largo de nuestro viaje. Atravesando el país, hemos visto a los niños de todos las razas yendo y viniendo del colegio; hemos visto cómo negros y blancos trabajan en las tiendas, bancos, supermercados Las cosas están cambiando, es difícil salir de una situación que fue tan mala pero, de algún modo, se tiene la impresión de que lo conseguirán. Viven en un país rico, el primer mundo en el sur de África. Sólo es cuestión de tiempo. Somos olvidadizos. En nuestro recuerdo sobresalen las flores de las Proteas, los animales salvajes, los brillantes lomos de las ballenas y los atardeceres inolvidables, por encima de todo lo demás. La belleza de esos lugares disuelve las sensaciones menos agradables, aunque un regusto agridulce perdura en el fondo de nuestra memoria. |
© de las fotografías MARIA FUSTERO y JESUS RUZ 2007 |
Inicio |
©2007 De los autores
© 2007 El Cronista de la red.
Versión 14.0-Abril 2007