Los que hacemos fotografías con cierta asiduidad sabemos de la importancia de la luz; no en vano, lo que vemos no son los objetos y las cosas que hay frente a nosotros, sino la luz que reflejan. La fotografía no hace sino captar esa luz, registrarla para convertirla en un hecho indeleble y permanente (la gran mentira de la fotografía, pues en realidad todo es temporal y fugaz, variable e inconstante). La luz, por tanto, lo es todo. Por eso, la hermosa y tibia luz del Adriático hace de Croacia un lugar inmensamente cálido, un espacio acogedor donde la sutileza de las formas y la liviandad del tiempo sumergen al visitante en un estado sensorial extremadamente perceptivo (y por tanto profundamente fértil). Con sus más de 1700 kilómetros de costa, el Adriático constituye su seña de identidad más emblemática. No importa que su interior montañoso de clima continental abarque más territorio incluso que su costa oeste: para quien llega a Croacia por primera vez, la fascinante luz del litoral y el intenso azul turquesa del Adriático reclaman casi en exclusiva su atención. Dubrovnik sigue siendo su santo y seña, su tesoro más valioso. Pero la ciudad, tan frágil y delicada como hermosa, es a diario tomada al asalto por cientos de turistas que, desde los imponentes cruceros que hacen escala frente a su pequeño puerto pesquero, copan casi hasta desbordarlas sus calles estrechas y sus imponentes plazas medievales, llegando a amenazar con rebasar sus límites amurallados. La ciudad, por tanto, sólo puede ofrecerse tal como es, en su ínclita pureza, a primera o a última hora de la tarde, cuando la luz de Adriático la dota de un tenue e inigualable color dorado que enciende sus fachadas y hace refulgir como en un milagro sus brillantes calzadas de piedra. Entre un instante y otro, el bullicio y el gentío que abarrota la hermosa Placa y el espacio que media entre la Columna de Roldán y la plaza de la Catedral desvirtúan casi por completo la belleza profunda de sus calles. Frente a las costas continentales se agolpan más de mil islas que confieren al país un aspecto sumamente peculiar. El azul turquesa del Adriático aparece de continuo punteado por interminables promontorios rocosos que invitar a hacer un alto en el camino para, como mínimo, contemplarlos con serenidad. Todo viaje tiene una duración limitada; de otra forma no sería un viaje sino una forma de vivir, una existencia nómada carente de vuelta, de final, de regreso a la cotidianidad y la rutina. Por eso, se hace imprescindible elegir y, al mismo tiempo, desechar opciones, llevando a la práctica un juego de azar que no siempre proporciona los mejores resultados. Las poblaciones a lo largo de la costa adriática se suceden una tras otra: Makarska, Split, Trogir, Sibenik, Zadar... Frente a ellas, las islas de Korcula, Hvar, Mljet, Brak y muchas otras no dejan de llamarnos para que abandonemos tierra firme y nos adentremos hacia la eterna promesa de nuevo mundo que nunca dejarán de portar. Y durante todo el camino, la leve luz del Adriático seguirá con nosotros, fiel y generosa, permitiéndonos acceder a una realidad rica en matices, diversa en sus formas y sugerente en colores y olores, a una tierra, en suma, en la que, a pesar de llevar habitada desde el siglo IV a.C., todo parece aún por descubrir. Sin embargo, de todas las poblaciones que jalonan la costa dálmata, cada cual atractiva a su modo y en su medida, personalmente desacataría Split, segunda ciudad de Croacia por número de habitantes e importante puerto comercial, sobre todo por acoger en su seno el sorprendente Palacio de Diocleciano, uno de los espacios más singulares que pueden encontrarse en Europa. Diocleciano, emperador del viejo Imperio Romano de oriente a finales del x. III y, gracias a su victoria sobre Carino, también del de occidente, se retiró del poder antes de tiempo y mandó construir cerca de Diocles, su ciudad natal, un inmenso palacio donde pasaría sus últimos años. A su muerte, el palacio sufrió diversos avatares, hasta que en el siglo VII varios grupos de refugiados provenientes de otras zonas saqueadas por tribus nómadas de Asia central se instalaron aquí y la transformaron en su lugar de residencia. Con el tiempo, los viejos límites del palacio fueron ampliamente superados y la ciudad se extendió hasta formar el núcleo de lo que hoy constituye la parte antigua de Split. En la actualidad, de lo que fuera el viejo palacio no queda mucho, aunque sí lo suficiente para que podamos hacernos una idea de la grandiosidad que llegó a alcanzar en sus mejores días: aún se conserva en buen estado la espléndida fachada frontal, aunque con el aderezo de otras construcciones más recientes; una parte importante del peristilo, que fue luego la plaza pública; el viejo mausoleo del emperador, reconvertido en catedral; o el pequeño templo de Júpiter, usado más tarde como baptisterio. También pueden recorrerse los bajos del imponente edificio, que por cierto se conservan tal como eran en origen gracias a que cuando el palacio fue transformado en ciudad los vecinos los utilizaron como basurero público haciendo unas pequeñas hendiduras en el suelo por las cuales arrojaban los desperdicios. Sin dejar apenas de la costa, excepto para visitar el Parque Nacional de los Lagos de Plitvice, un exuberante enclave natural surcado por numerosos manantiales, arroyos y torrentes y rodeado de una profunda maraña boscosa de la que destacan por su abundancia las hayas y los abetos, alcanzamos la casi mágica y entrañable Rovinj, en la península de Istria, localidad que exhibe orgullosa su pasado veneciano cristalizado en sus pequeñas y empinadas callejas y en sus hermosas fachadas color pastel. Tampoco convendría dejar de lado la capital, Zagreb, que aunque aún ajena a las principales ofertas de los grandes touroperadores, esos que en tan sólo una semana ofrecen tomar al asalto las más ilustres y venerables capitales europeas, apenas desmerece de éstas. Zagreb es más que la capital administrativa de un nuevo estado: entre otras cosas, Zagreb fue una capital mimada por la vieja aristocracia austrohúngara, y por ello sus amplios bulevares y sus solemnes edificios decimonónicos exigen la más alta consideración. Algunas calles más al norte, las viejas poblaciones de Kaptol y Gradec, origen de la actual metrópoli, se ufanan orgullosas en exhibir sus callejas y sus rincones medievales como vestigio perenne de otras épocas más gloriosas o más terribles (dependiendo del grado de adhesión al más rancio nacionalismo del observador de turno), pero dejando en el olvido, tan sólo al alcance de los más curiosos, un pasado de rivalidad que, como suele suceder en estos casos, otro enemigo externo aún más terrorífico aconsejó solventar cuanto antes. © de las fotografías CARLOS MANZANO 2007 |
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Versión 13.0- Enero 2007