Las personas de Pessoa 1.

Silvia Martínez Rovira

Cronista

Por Silvia Martínez Rovira (© 2006)

     No puedo recordar cuando la poesía de Pessoa se coló en mi vida. Por mucho que me esfuerzo no sé si la extraña alegría de su presencia se la debo a un sagaz profesor de literatura o al azar; al hecho de pasear entre las estanterías de la biblioteca municipal, y toparte con un libro de título hermoso o de tapas sencillas o de autor con nombre de promesa. No lo puedo recordar. Lo que sí sé, lo que puedo recordar -con una nitidez de plomo, con una claridad atlántica-, fue la primera vez que paseé por el Chiado, y casi jugando a caminar por el empedrado de la rua de Garrett llegué a la terraza de  Brasileira. Un impulso me hizo tomar asiento en una silla de bronce, junto a un señor enjuto, con sombrero, más bien serio que tomaba café. También él era de bronce, y apenas sonreía. Como si una pena ancestral le golpease en las entrañas. Como si se estuviese buscando a sí mismo en algún recodo íntimo del alma. ¿Quieres que te haga una foto?, me preguntó mi padre. ¡No!, le dije. Me subió a las mejillas un rubor impensable para la situación. Tenía quince años pero sentí que no era digna de sentarme junto a él. Aun así le acaricié la mano. Acababa de conocer a Fernando Pessoa. Su poesía vino más tarde, ya lo he dicho. Y en estos años mi admiración no ha dejado de crecer. Día a día, o mejor dicho, verso a verso. Creo que es esa admiración, esta especie de obsesión por su obra la que me hace intentar escribir este texto. Digo intentar porque llevo varias semanas dándole vueltas. No sé qué tono darle. Además, ¿a quién le puede interesar un poeta portugués? En realidad, en estos tiempos imposibles para la lírica, ¿a quién le puede interesar cualquier poeta? Y no sólo eso, es un autor difícil. ¡Hay tantas personas en el complejo Pessoa!. Alvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, y el mismo Fernando Pessoa (por no hablar del desasosegado Bernardo Soares, del casi desconocido C. Pacheco, o del primerizo Chevalier de Pas). Tomo aire, a ver si consigo salir bien librada de este embrollo.

     Una vez leí que Pessoa fingió ser muchos para ocultar su incapacidad de salir de sí mismo. La frase me dolió. Había algo malévolo en ella. Sí, quizás la autosuficiencia del crítico literario. Siempre he pensado que los ojos sobre unos versos, o parágrafos, al igual que sobre un lienzo o una estatua, deben posarse vírgenes. Sin contaminaciones. Las obras de arte se deben observar desde el corazón. Sin que nadie te murmure al oído la tendencia sexual del autor, su orfandad o su poco/mucho compromiso social. Nada importa si la obra te abre una brecha de luz en las vísceras (¡qué importa si es en la mente, en el estómago o en el pecho!). O quizás, simplemente, me dolió lo certera que resultaba la frase. Pessoa pretendía descubrirse a través del disfraz. Era la suya una lucha legítima contra la diversidad del yo (ese terror que casi todos padecemos en muchos momentos de la vida y acabamos aliviando con el ritmo estable de lo cotidiano): fue tantas personas como su mente creativa, incansable (¿insaciable?) quiso crear. Y a todas esas personas les dio una vida, una filosofía, un estilo literario.

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