Las personas de Pessoa 2.

Silvia Martínez Rovira

Cronista

Por Silvia (© 2006)


     No sé si alguno de ustedes se ha encontrado alguna vez en su vida con una de esas mujeres que en un primer momento sólo se atreverían a calificar de vulgar, tosca, carente de finura, una de esas típicas feuchas que parecen no haber encontrado todavía su lugar en el mundo, ni siquiera un minúsculo espacio social que las acoja, pero a la que sin embargo poco tiempo después no dudarían en describir como terriblemente bella, lacerantemente hermosa, brutalmente atractiva. Son, en efecto, mujeres inclasificables a las que no resulta fácil adaptarse, que poseen la extraña cualidad de ser una cosa y su contrario al mismo tiempo, que representan condensada la imagen perfecta de la mujer y la hembra, la niña y el animal. ¿Se hacen cargo de lo que quiero decirles?

     Yo he convivido varios meses con una mujer que respondía punto por punto a esa descripción, una chica de aspecto difícil, rostro ampuloso y formas demasiado marcadas, casi diría que protuberantes, pero que dependiendo del día, de la tonalidad de la luz o de la alineación de los astros podían revelarse profundamente exóticas, e incluso llegar a ser calificadas como osadas, rabiosamente salvajes: pómulos sobresalientes; labios no tanto carnosos como generosamente dotados, amplios, absorbentes; ojos, más que gatunos, tristemente vívidos, maravillosamente alicaídos.

     No sé si resultará fácil comprender lo que voy a decirles -las personas no estamos acostumbradas a convivir con lo dual, con lo multiforme, con lo ambivalente: nos atraen más las certezas, aun cuando sean irremisiblemente falsas-, sobre todo cuando esa extraña dualidad física tan fascinante y odiosa se hacía extensible al conjunto de su personalidad.

     Olga era por lo menos dos mujeres a la vez: convivían en ella dos mundos casi opuestos, rivales más bien, como si siempre estuviese en guerra contra ella misma. Y esa característica a veces me traía loco y otras me desesperaba hasta la locura. La amaba casi tanto como la odiaba, y la necesitaba de la misma manera que me repelía. Había noches en que hacer el amor con ella nos conducía a un inmenso estallido de voluptuosidad y lujuria donde ambos vibrábamos de placer hasta elevarnos en espíritu sobre nuestras propias carnes de mortal; en otras, en cambio, se dejaba penetrar por mi falo con el mismo desinterés y la misma falta de ardor con que se tomaba el café los lunes de madrugada o recogía los platos después de comer.

     A veces, cuando volvía de trabajar, se sentaba a mi lado y me contaba hasta en sus más nimios detalles lo que le había deparado el día. Otras tardes, en cambio, se ponía delante del televisor y, silenciosa y abstraída, lo encendía con el mando a distancia sin que pareciera importarle lo más mínimo el programa que echaran pero, eso sí, ignorándome por completo, como si ni siquiera me hallara junto a ella. En esos momentos, si me hubieran dicho que yo era invisible, lo hubiese creído a pies juntillas.

     A veces, el chiste más estúpido la hacía reír a carcajadas, y otras, no había manera de modificar su rostro serio y circunspecto cuando se empeñaba en cerrarse en banda a cualquier influjo exterior. No sólo era imprevisible y contradictoria: sobre todo era inexplicable, impenetrable, hermética. Indescifrable. ¡Cuánto sufrí por su culpa! ¡Cómo me devané los sesos tratando de descubrir qué le hacía comportarse de una u otra forma, dónde estaba el mecanismo que regulaba sus reacciones y sus estados de ánimo! Pero todo esfuerzo resultó inútil. La racionalidad no entraba en su corpus existencial, no tenía nada que ver con ella. Olga era así: sencillamente no estaba hecha a la medida de lo humano. De ahí quizá su extraño atractivo. Y también su insoportable carácter.

     Como es fácil comprender, no aguantamos mucho tiempo juntos. Un día, y tras encontrarme sus maletas a la puerta de casa, su figura enérgica e incontestable se presentó ante mí por última vez.

     -No te soporto más -me dijo-, estoy harta de tus cambios de humor, de tus manías y de tus contradicciones. No se puede vivir con alguien así, con un hombre que un día se comporta como el amante más maravilloso del mundo y al día siguiente te ignora como si ni siquiera te conociera. Estoy cansada de tus idas y venidas, de tus paranoias y de tu inconsciencia. Y sobre todo de tu falta de sensibilidad: sobre todo de eso. No se puede vivir así, Daniel, las personas tenemos sentimientos, no se nos puede tratar con semejante desprecio. Te adoro cuando te muestras amable y cariñoso, cuando te interesas por mí, cuando me dejas entrar en tu vida. Pero eres inaguantable cuando permaneces horas callado, en completo silencio, negándote a contestar a una sola de mis preguntas; cuando no me dejas ni que te toque y rehuyes la más tímida de mis caricias; o cuando me esquivas con todo el descaro del mundo como si mi sola presencia te resultara inaguantable, o peor aún, odiosa. No hay quien te comprenda, Daniel, y sin comprensión no hay relación que valga. Así que me voy para siempre. No quiero saber nada más de ti. He esperado demasiado tiempo a que cambiaras, me empeñaba en darte una oportunidad tras otra, pero ahora sé que es imposible. Tú eres así, y así te morirás. Y no hay nada que ni yo ni nadie podamos hacer.

     Lo terrible es que en ese instante no se me ocurrió qué contestarle. Creo que me pilló con pocas ganas de hablar.

desnudo02

Inicio

Ir a portada de Cronista

© 2006 El Cronista de la red