"un maestro, busco un maestro, esa frase entre nosotros, salvando a un maestro, busco un maestro, esa frase entre nosotros, salvando la"
Esperamos a que pusiese el sol para celebrar la oblación del fuego. Al este
del altar, 21 pedazos de leña, y un poco mas allá una piedra,
ropa limpia, piel de antílope, un cinturón y un bastón.
.. toc, toc,
.. busco un maestro.,
se lo llevaron una noche de tormenta.,
Ardía la leña sin consumir las palabras, ardía, la miraba.
Las manos sobre sus muslos, la ropa raída, ¿Cuánto tiempo hacía?.,
¡Cuánto desde el último discípulo! ¿Seis, siete, ocho años? ¿Por qué ella
aquella tarde? Ella y su cabello ondulado, ella y sus ojos claros, y la
blancura de su piel, y las marcas en la frente.
Busco maestro
Abrí mi corazón con la puerta
Poco puedo enseñarte: austeridad, dádivas, rectitud, no violencia,
veracidad. Estos son los dones.
Ardía la leña en los primeros minutos de la noche, ella se acercó a mí, se
acercó, como si nuestros cuerpos hubiesen sido forjados en la misma
fragua. Posó su mano en mí.
Medita sobre mi mano en tu pecho.
Medita sobre el atman de tu corazón.
Medita sobre el atman en mi corazón.
Atizó el fuego, los 21 pedazos de leña eran una escalera por la que bajar.
Naimisa, Naimisa, Naimisa.
En ese bosque cabemos los dos., dame ese nombre, si así lo quieres.,
A partir de aquella noche dormimos en la misma habitación. Su respiración
se enredaba con mis sueños. Nos levantábamos al alba. Purificábamos
nuestro cuerpo en el arroyo que cruza el pomar, en silencio, como si las
palabras nos ensuciasen en aquella y en todas las horas del día. Eran días
sencillos: la sadhana, la oración, los textos sagrados y el arroz que cabía en
la palma de nuestras manos. Contemplarla me conmovía. Era como una flor
de loto. No sabía nada de ella. Nunca le pregunte donde había nacido,
quién era su familia, qué edad tenía. A veces, la única duda que brotaba en
mí era el significado de su presencia. La divinidad se manifestaba en ella
con tanta gracia, que a menudo, las lágrimas se me enquistaban en la
garganta, sin atreverse a emerger. ¿Qué puedo enseñarle?, ¿qué puedo
enseñarle?, me preguntaba. No había respuesta. Ese vacío lo intentaba
llenar con mi fe. Y esa fe, esa devoción que era mi esencia, era lo que
intentaba darle. Me gustaba oírla repetir,
Piedra, Dios. Piedra, escalón. A una se adora, al otro se pisa,
pero en el fondo de todo solo está Dios.
Había en su voz algo. A menudo al escucharla una ráfaga de imágenes me
golpeaban: un niño me daba la mano y me decía vamos. Ambos teníamos
seis o siete años, corríamos entre un verde insolente, arrozales eternos y
nuestras risas y ese vamos, con la mano extendida. Era mi hermano. La
primera vez que ocurrió besé su frente. Me miró tan dulcemente
que supe que nos habíamos reconocido.
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© 2006 Silvia Martínez Rovira
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