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"Fósforos en manos de unos niños", de Carlos Manzano (Septem Ediciones, 2005) |
"Carla Delgado y Germán Navarro llevan vidas en absoluto coincidentes. Ella acaba de comenzar a trabajar como auditora; él ejerce como contable en la delegación local de una importante empresa .El azar hará que los destinos de ambos se entrecrucen en una relación absorbente y disoluta que cambiará por completo su comprensión de sí mismos". Esta ajustada y prometedora anotación es la que reza en la contraportada de "Fósforos en manos de unos niños", segunda novela del aragonés Carlos Manzano, autor de la anterior "Fuentes del Nilo", finalista en el I Premio Letras de Novela Corta. Con "Fósforos en manos de unos niños" Carlos Manzano ha escrito una novela de trasgresión y riesgo. Un texto breve, - 96 páginas- según la taxonomía bibliográfica, pero de gran calado. Acaso, por lo tanto, necesaria y convenientemente breve. Con un lenguaje sin concesiones, desnudo y exacto, Manzano va introduciéndose bajo la piel de los personajes principales, Carla y Germán, para dejarlos en carne viva, sin veladuras, a los ojos del lector, que recorre en su cabeza el camino hacia el descubrimiento de sí mismos que ellos hacen, sorprendiéndose de su propia capacidad de ir más allá, pero también aceptando esa "no vuelta atrás" con la naturalidad de los que saben que toda experiencia es, sin duda, real y naturalmente posible y lógica, aun las aparentemente más arriesgadas y destructivas. Los protagonistas de "Fósforos en manos de unos niños" son ellos mismos tanto al comienzo de la novela como al final, aunque entre una y otra percepción medien, no muchas páginas, pero sí mucha experiencia y una gran transformación. Una experiencia y una transformación que Carlos Manzano ha centrado en la descripción de una relación personal y sexual, de abrupto perfil y durísima resolución, que aparece como una metáfora de las existencias de los personajes. La narración es mantenida por la voz individualizada de ambos protagonistas. Eso enriquece el análisis de las vivencias abordadas y contribuye a desdoblar las posibilidades de resolución. Mientras uno camina del conocimiento de la transgresión como búsqueda a la más absoluta sumisión como íntima transgresión de sí mismo, la otra elige esto último como forma de vida y de conocimiento (¿el sabor expectante del riesgo, acaso?): "Entonces le pregunté a Sabina si alguna vez había jugado con cerillas. Creo que no comprendió mi pregunta, porque tardó en contestar, y sólo al final, visiblemente extrañada, me confesó que sí, claro, de niña, como todos. Yo, por el contrario, le respondí enseguida:"No; te equivocas, Sabina. No todos han jugado con fósforos. No todos conocen la sensación que se siente cuando estás a punto de quemarte los dedos". |
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