Descendiente de dos de los principales linajes aragoneses, Pedro de Luna fue el segundo de los cuatro hijos que tuvieron Juan Martínez II de Luna, señor de Luna y Mediana, y María Pérez de Gotor, heredera de los señoríos de Illueca y Gotor. Por línea materna, el Papa Luna remonta su ascendencia hasta aquel hijo del último rey moro de Mallorca, adoptado por el propio Jaime I, y para quien este monarca fundó la baronía que heredaría al cabo de los años la madre del futuro Benedicto XIII. La familia paterna no pudo ser de más rico abolengo, pues entre sus miembros se cuentan muy altos dignatarios de la Corte y de la Iglesia, desempeñando todos un papel relevante en su momento. Contó el clan incluso con una reina de Aragón, María de Luna, hija de don Lope, primer conde en el Reino no perteneciente a la familia real, y esposa que fue de Martín I el Humano. También fue de este linaje el afamado condestable de Castilla, don Alvaro de Luna, sobrino-nieto de Benedicto XIII. Entre todos ellos, no pareciera en un principio que la figura de Pedro de Luna, tonsurado a los nueve años como correspondía a su condición de noble segundón, estudiante de leyes y luego enseñante en la Universidad de Montpellier, fuera a sobresalir al cabo de la historia sobre las de todos sus renombrados parientes. Quién le iba a decir a aquel segundón de una rama secundaria de los Luna que jugaría las cartas de la historia no ya de igual a igual con los reyes del mundo, sino desde su elevada posición de representante de Dios entre los hombres. Sin embargo el poder terrenal de Benedicto XIII fue breve y muy largos su soledad y su abandono. Tan largos y persistentes como la testaruda y categórica defensa de sus derechos, que le separó finalmente del mundo y le redujo en Peníscola, en otro castillo bien distinto al de su nacimiento, donde acabaría sus días, frente al mar, dispuesta siempre una embarcación que nunca partió ¿Era dignidad fuera de toda medida su empecinamiento, o acaso convencimiento intelectual y reflexivo de su legitimidad, o simplemente fruto del enconado juego político en el que el desorientado occidente europeo se desgasta sin tregua en aquel caótico siglo XIV? Cuando en 1378 se produce la fractura de la Iglesia de Occidente con el doble nombramiento primero en Roma de Urbano VI, y meses más tarde en Fondi de Clemente VII, hace ya tiempo que Europa parece haber perdido el norte de la historia, confundida acaso ante la nueva concepción del tiempo que por entonces han introducido los relojes mecánicos. Todos los males se conjuraron para arrasar el siglo: la peste negra que asoló el continente desde 1347 y lo azotó en diversos envites; la crisis agraria y su carestía de precios; la despoblación, que la enfermedad y las guerras agudizaban; éstas mismas que proliferaban en pequeñas y grandes dimensiones, y entre las que destacó la de los Cien Años, atizada entre Francia e Inglaterra, aunque acabara implicando a la mayor parte del Occidente de una u otra manera. Igualmente muy cerca de los intereses terrenales del Papado y decisivas en la prolongada irresolución del Cisma eclesial estaban las continuadas luchas por el dominio de la península itálica, en la que participaban casi todos los reinos de Europa, y en las que actuó de forma decidida la Corona de Aragón, condicionando con ello la política de los Papas de Aviñón, mucho más cuando esta sede pontificia fue ocupada por el aragonés Luna. Conocido y reconocido como el Cardenal de Aragón, Pedro de Luna forma parte del cónclave que, fallecido en marzo de 1378 Gregorio XI tras regresar a Roma, elige bajo una gran presión social y política, que pretende mantener a toda costa la sede romana como centro del mundo occidental, al italiano Urbano VI. Muchos cardenales recelan de esta designación. El propio Pedro de Luna manifiesta en privado sus dudas acerca de la legalidad de la misma. Al final se unirá a aquellos miembros del consejo cardenalicio que han marchado a la localidad de Fondi donde proceden a la elección de un nuevo Papa, Clemente VII. El Cisma de la Iglesia de Occidente se había materializado. En los años subsiguientes el tablero de intereses políticos y económicos que dibuja la maltrecha Europa irá marcando las afecciones y defecciones de las iglesias de los diferentes reinos hacia uno u otro Papa. Precisamente el cardenal Luna pasará unos cuantos años intentando conseguir la obediencia hacia Clemente VII de los cuatro reinos hispánicos, que en un principio se había declarado neutrales. Las negociaciones en la mayor o menor cuantía de diezmos y tributos a pagar por los reinos a la Iglesia no estuvieron fuera tampoco de la trayectoria en la que se fueron desarrollando los acontecimientos. A excepción de Portugal, Pedro de Luna consiguió la obediencia para Clemente VII de los reinos de la península Ibérica. Las actividades de su legación, ejercida durante prácticamente diez años en la península desde su cuartel general en Illueca (y después en Inglaterra y Flandes, donde no tuvo tanta fortuna), le proporcionó además una directa participación en los asuntos internos de aquellos reinos. Sin duda ello contribuyó a su nombramiento como Papa en 1394, cuando queda vacante la sede de Aviñón, tras la muerte de Clemente VII. Sin duda en la voluntad de los cardenales electores también influiría la fama de ponderado, hombre de reflexión y sagaz político y diplomático de la que gozaba el cardenal de Aragón. Acaso no contaran, de cara a resolver el Cisma, con su orgullo y con la tenacidad e inflexibilidad del convencimiento con que iba a sostener sus argumentos y a defender su pontificado. |
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