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Por Rafael LobarteAntes de emprender el primer viaje a la India, el ansiado primer viaje a la India, no haces otra cosa que dedicarte a prepararlo con todo el esmero posible. Y en lo que respecta a su aspecto "inmaterial", de pronto descubres que la India es un concepto un tanto huero en tu cabeza, un cúmulo de tópicos y generalidades allí almacenados desde tu más tierna infancia: los tigres de Bengala, los ricos marajás, el Indo, el Ganges, Alejandro, Vasco de Gama, la superpoblación, una economía emergente, la pobreza, siempre la pobreza yo qué sé.. nada concreto; que de sus ciudades tan sólo te suenan unas pocas y de sus regiones dos o tres. Así que terminas por comprar unos volúmenes de tamaño respetable que tratan sobre múltiples aspectos del país, su geografía, arte, cultura, religión Incluso adquieres a precios exorbitantes (eso lo comprobará con más precisión a la vuelta), discos de sitar y música folklórica rajastaní que al principio, es de rigor reconocerlo, resultan insoportables. Pero cuando llegas allí todas esas nociones preconcebidas fallan o más bien se vuelven completamente inútiles: tanta fuerza adquiere la realidad; una realidad desbordante, desbordada. De súbito se rompen todas las barreras y la India voraz se te traga por entero. **** Me habían hablado mucho sobre la miseria de la India, la mayoría de la gente que conozco no se atreve a viajar allí fundamentalmente por ese motivo. Sinceramente, yo no soy de esa opinión. La miseria, el dolor, la muerte son realidades que existen; por mucho que les demos la espalda un día u otro habremos de darnos de bruces con ellas. Para comprender el flujo migratorio que estamos viviendo en la actualidad en nuestro país tan sólo es necesario darse una vuelta por el Tercer Mundo. Malvivir en Europa es sumamente preferible a malmorir en muchas partes del planeta. De todos modos, no es la miseria lo que predomina en la imagen que el viajero se lleva de la India. La miseria está indudablemente allí, pero es como una especie de telón de fondo que curiosamente pasa un tanto desapercibido. Y es que el primer plano, las sonrisas de los niños, la belleza de los rostros, la simpatía de las expresiones resulta luminoso. Porque, en efecto, todo lo que aparece ante ti semeja una especie de representación teatral o mejor, aprovechando la afición extraordinaria de los indios al cine, una película en la que predominan los exteriores: calles de polvo y de lodo atrapadas en una inverosímil maraña de cables, sumidas en un calor propio de las postrimerías; calles de olores fétidos, muchas veces nauseabundos, por las que transitan pacientes y esqueléticas las vacas, en las que se encaraman fingidamente temerosos los monos, por las que husmean con un aspecto sucio y doliente los perros. Calles sobre todo abarrotadas de gentes que van y que vienen, que se paran, que te miran, que te venden, que te piden, que te tocan; de hombres que orinan o se enjabonan completamente o se cortan el pelo en barberías destartaladas al aire libre o se casan con mirada inocente montados sobre blancos caballos; de muchachas alegres y siempre pudorosas, envueltas en colores indescriptibles y brillantes. Calles, en fin, por las que se arrastran recreando las viejas estampas evangélicas, mendigos y tullidos, por las que transportan en andas a los muertos, en las que se recuerda con dulces cantos nocturnos a los muertos, en las que se quema siguiendo un rito religioso antiquísimo a los muertos **** |
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