Mientras los días pasan, Servet se va deteriorando físicamente y
su templanza - que no debía ser ya grande por su carácter-va minándose. Le habían despojado al principio de todas
las pertenencias que portaba. En los calabozos donde está pasa frío, hambre y suciedad y se pone enfermo. El sentido y el tono
de sus demandas van dando cuenta de su estado de ánimo. Primero pide procuradores locales que le ayuden en el proceso. Más
tarde reclama su inocencia y exige que se le proporcione ropa limpia e higiene. Elevándose ya su crispación comienza a demandar
pura justicia, para acabar suplicando mera compasión hacia su situación miserable. Pero nadie tiene intención de
escucharle. Nadie va a tener con él piedad cristiana.
El 19 de octubre llegan a Ginebra las respuestas de las iglesias suizas.
Todas por supuesto condenatorias. Los días 24 y 25 el Consejo se reúne para elaborar la sentencia, que será a muerte,
a pesar de la oposición de Amadeo Perrin, opositor a Calvino. Perrin quería remitir el asunto al Consejo de los Doscientos en
un último intento de salvar la vida de Servet. Pero Calvino provoca una votación personal de la propuesta que, lógicamente,
queda rechazada. La madrugada del 27 de octubre de 1553 se hace pública la sentencia, que también le es leída a Servet: "Te
condenamos a ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel y allí sujetarte a un pilote y quemarte vivo con tu
libro, tanto el impreso como el escrito de tu mano, hasta que tu cuerpo sea reducido a cenizas y así terminarás tus días
".
Ciudad de Ginebra
Las últimas horas de Servet tuvieron que ser desoladoras. A las
nueve de la mañana comenzó a formarse la comitiva que conduciría al condenado a la hoguera. El aragonés,
cuando oyó su sentencia de muerte, perdió los estribos, clamó misericordia, insultó a sus verdugos, hasta que
cedió a lo definitivamente inevitable. Se dejó llevar hasta la colina de Champel, sobre el hermoso lago de Ginebra,
recobrada su dignidad y su fortaleza, que sólo le abandonaron de nuevo brevemente cuando llegó al lugar y vio la pira
preparada para él. Después es el fuego el que grita y el que ruega expirar con prontitud. Aun entonces quiso Farel, que había
ido a Ginebra a verle morir, todavía moverle de sus ideas. No lo consiguió.
Calvino logró en su tiempo su propósito, pero brevemente. La
historia se ha puesto de parte de Servet, y empezó a hacerlo pronto, a pesar de todos los intentos justificatorios del dictador
reformista. Ya poco después de la muerte del aragonés le condenó Sebastián Castellione con dureza y sabiduría:
"Servet no te combatió con las armas, sino con la pluma. Y tú has contestado a sus escritos con la violencia. Pero matar a
un hombre para defender una doctrina no es defender una doctrina, es matar a un hombre". |