A PURSERWADEN (Publicado en el periódico Aragón-Exprés el 28 de octubre y el 14 de noviembre de 1982). "La hermana forastera surge de nuevo en los malos sueños de alguien". (Psalm, G. Trakl) "Nitimur in vetitum semper cupimusque negata; / sic interdictis inminet ager aquae". (Ovidio, Amores, 4,17) "Amor condusse noi ad una morte". (Dante, Infierno, V, 106) ¿Quién es la ciega que duerme, desapacible, un sueño en algún desolado lugar de mi emoria? I Llégate a mí, hermana, incestuosa hermana, ciega esfinge, imagen certera del amor que brota en el oscuro límite de alguien, el más tierno, secreto amor, el protector. II Acércate y contémonos la inacabable, imposible leyenda para olvidar la vergüenza y el dolor de estar con vida, la extraviada sensación obscena que alimenta los sentidos. III Pues he de resguardarte, hermana, compañera de naufragio, como se resguardan los amantes en el corazón de al batalla, a ti que reconoces en los tuyos los recuerdos ocultos de mi imaginación. IV Reposaré la cabeza sobre tu amado vientre, dulce almohada, y entre tus pechos dejaré correr las lágrimas de nuestra nostalgia como río entre collados. V Antes que tú caí. ¿Qué raro infierno soportaste, sin mí, del otro lado? Pues el dolor es una flor de fragancia excesiva cuando se abre, inexplicable, a esa orilla de la muerte. Yo enloquecía, aguardándote. VI Al fin aquí, junto al fuego de los fuegos, niños aún, solos y huérfanos pues no reconocimos progenitor ni compañía, te miré a los ojos y vi caer mis lágrimas, ciega hermana, y como en terso estanque, el reflejo de tu rostro en el mío propio. VII El terror acechaba al fondo de nuestro cuerpo y era un reptil agitándose en el agua. Qué extraña ahora la frontera de la piel, el límite grosero de los sentidos. Qué rara la necesidad del deseo y del amor para salvarnos, por la materia, de la materia misma como de un torpe obstáculo incomprensible. VIII Y así que dulce también besarte los brazos cuando tu mano descansa, dormido pájaro, en mi carne, tras el relámpago, mientras un escalofrío nos atraviesa desvelando el límite de la vida, la línea que fuerza a decir aquí y allá, nunca y siempre. IX Un resplandor dorado tamiza los miembros deseables, mientras la noche pasa, y la sien se humedece de cálido sudor Y el largo quejido nos acompaña en la curva vertiginosa del placer. X Tú, amada ciega, hablabas del otro lado, con ojos apagados, extinguidos por la excesiva luz del mundo, dulcísima tarada, y supe que tu imaginación era certeza y la melancolía y este punzante deseo de ti, una íntima confirmación del dolor que embriaga, bella hermana, al averiguarnos escindidos. XI Aquí desfallecemos, tierno hermano, unidos en el secreto que guardan el corazón y la conciencia, mutuamente esclavizados a la violenta dulzura culpable de las caricias como los cómplices que se miran en el recuerdo del oscuro crimen. XII El jardín se oscurece y lloro por tus ojos, querido amor, compañera de naufragio, cuando te vas durmiendo, insomne, hacia las aguas de la quietud. © 2003, de los textos y dibujos (herederos de Lope Ruiz) |
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