Canticos bizantinos. 4.

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Titulo canticos bizantinos


     Origen

     Una de las cuestiones más interesantes del Canto Bizantino es sin duda el hecho de que hunde sus raíces, y de una forma ininterrumpida a pesar de las inevitables modificaciones producidas por el paso de los siglos -en esto es equiparable a la propia lengua griega-, en la Antigüedad. Efectivamente, aunque su periodo fundacional haya de establecerse obviamente a partir de los siglos II o III de nuestra era, el caso es que debido a un fenómeno de sincretismo advertible también en otros muchos aspectos, tales como el pensamiento teológico, la liturgia o el arte, en él se puede rastrear además de la existencia de abundantes vestigios paleocristianos, también la pervivencia de material procedente de la Grecia Antigua, así como del área siria y palestina.

     Como es lógico suponer, las primeras expresiones musicales cristianas debieron de estar profundamente influidas por los cánticos propios del culto judío. Sin embargo, con el tiempo y su incontenible expansión en el área cultural helénica, hubo de producirse el fenómeno de sincretismo antes apuntado mediante el cual con toda seguridad se introdujeron en el repertorio bizantino elementos propios de las expresiones musicales cultuales paganas, tanto de origen mistérico como del culto oficial, y asimismo de música profana. Señal de ello lo constituye la evidencia de que tanto la teoría musical como el complejo sistema de notación adoptado por el canto bizantino en sus comienzos fue el que utilizaban los griegos en la Antigüedad.

     Evolución

     Tras estos comienzos un tanto oscuros el Canto Bizantino tiene su primer gran periodo de expansión entre los siglos V al XI. Siguiendo el modelo de la hímnica griega (de Píndaro por ejemplo), aparece una pléyade de poetas músicos, que sientan las bases en torno a las cuales de un modo constante, se va a asentar el desarrollo posterior. Entre ellos habremos de destacar a Romano el Melodista (siglo V-VI) y a Juan Damasceno (siglo VI-VII). A este último se atribuye el establecimiento de los ocho modos o tipos melódicos que caracterizan al canto bizantino hasta nuestros días, el denominado "octoeco" bizantino: el I, II, III, IV (en griego se numeran de la letra alfa a la letra delta) y sus correspondientes modos "plagal".

     Entre el siglo XII y la caída de Constantinopla tiene lugar una evolución un tanto peculiar; de un estilo de gran sobriedad y fundamentalmente silábico (a cada sílaba del texto musicado corresponde una nota melódica), se pasa paulatinamente a otro de carácter melismático denominado kalofónico, "de bello sonido", en el que predomina un gran barroquismo en la elaboración, pues en este caso a una sílaba del texto escrito puede llegar a corresponder hasta una frase musical completa. El máximo representante de esta tendencia de gran éxito en la tradición bizantina posterior fue Juan Koukuzelis. Un nuevo tipo de composición, la Krátima, aparece también con el nuevo estilo; un desarrollo musical de gran fantasía que por vez primera carece de texto litúrgico de referencia.

     Ya en pleno siglo XVIII asistimos a un nuevo florecimiento de esta rica tradición. En este periodo cabe destacar a dos grandes personalidades. En primer lugar a Pedro Lampadarios o Peloponesios, que además de ser un gran compositor, llevó a cabo una ingente tarea de exégesis y recuperación de toda la tradición anterior, labor que fue continuada por su discípulo Pedro de Bizancio. Y en un segundo lugar Pedro Bereketis; en él podemos apreciar una síntesis excepcional de los viejos modos y de influencias foráneas, provenientes tanto del ámbito turco, al que políticamente pertenecía Grecia en ese momento, como del occidental.

     Durante los siglos XIX y XX con la independencia política del Estado griego asistimos a una revitalización constante de esta antiquísima tradición sin perder en ningún momento sus rasgos esenciales, así como al final del proceso de simplificación de la compleja notación musical bizantina en torno a la segunda década del siglo XIX.


San Cosme y San Damián

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© 2003, Rafael Lobarte Fontecha

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