Estos mal nacidos dejaron solos a los hombres y a las mujeres, con los niños detrás, y esperando, con el trasero tapado de plumas, a que el sudor del que se alimentaban siguiera cayendo. Los dejaron en medio de la nada, en una inmensidad inhumana, para que no pudieran hacer otra cosa que seguir ideando, con la angustia de sobrevivir, cómo sacar adelante su comunidad, asomados a sus balcones enrejados de hierro, viendo como se morían los otros con la hoz apretada en la mano, y vigilando a los niños de los que esperaban el recambio inmediato para que la secuencia pudiese continuar. Desde sus interiores acolchados miraban el paisaje ciegos de tinieblas, escurriendo la miseria y sonriendo de medio lado al ver cómo crecía el abandono, blasfemando contra quienes, según decían y dicen todavía, vagueaban sus rentas y azotando con su discurso, sus amenazas y sus negruras a los que sólo podían con el día a día. A duras penas, sorteando con ingenio los elementos, aplicando conocimientos ancestrales y aceptando con resignación que no había otra salida, en estas zonas se asentaron grupos que lo intentaron todo, hasta lo imposible, por dar vida al entorno. Pero no les acompañó nada, ni la naturaleza, que sigue otros rumbos, ni quienes, de forma impasible, sólo vieron en ellos una herramienta con la que explotar a todos y a todo. Fue, como siempre suele ocurrir, pan para hoy, cuando había, y hambre siempre para mañana, lo que ha ayudado, con un goteo incesante, la marcha a otros lugares. Por eso, mentiría si mi relato de la ruta estuviera en la línea del típico viaje a lugares típicos y paisajes típicos, con gastronomía típica y arquitectura popular incluida.
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Miguel Angel Latorre © 2003, de todas las imágenes y del texto |
©2003 El Cronista de la red 9