Luisa Miñana lminana @ able.es El 25 de agosto de 1936 el abuelo Francisco perdió la fe. Toda la fe. No sólo la fe católica en Dios, que lo había sostenido hasta entonces a trancas y a barrancas lejos del vértigo de la vida, o la fe más sencilla en que ha de haber un amanecer tras otro. Lo que el abuelo Francisco perdió para siempre en esa fecha fue la fe en general, la fe en el hombre, en la vida, por supuesto en Dios, así a lo grande. Se le volaron las certezas. Para un hombre de campo, rutinario como los ciclos de las cosechas, tan apegado a la tierra que jamás consintió ni en mojarse los pies en el río que bañaba su huerta, perder de repente algo como la propia fe tuvo que ser terrible. Y la culpa de ese desastre inevitable fue del cura mosén Pablo, el mismo que unos años antes les había casado a él y a la abuela en la iglesia de su pueblo, tan desmesurada para lugar tan pequeño. De esa iglesia le vio salir el abuelo bien de mañana aquel día, fusil en mano, el rostro enrocado en la sombra, y el paso sin dudas. Por la noche el abuelo se había quedado por completo sin fe. El abuelo Francisco ligó siempre escasas palabras y poco a poco fue escondiéndose en su profunda sordera para hablar aún menos. Menudo, se movía ágil por los senderos que caminaba junto a su mula y entre los surcos que abrigaban las cosechas de tomates, lechugas tiernas o revoltosas judías y suavísimos pepinos, y que su mujer llevaba, llegado el tiempo, a los mercados de los alrededores. Aunque los más apreciados de su huerto eran los perales, a los que él cuidaba como a sus seis hijos, o mejor. Los ojos agrisados del abuelo Francisco descansaban pocas horas, y sus manos redondetas portaban muchas y encallecidas grietas, debidas a la presión contra la azadilla y el astral. El abuelo había sido de pelo más bien castaño. Pero se le volvió como el nácar el mismo día que perdió la fe. Nunca le vi sin boina. Y era más testarudo que su mismo animal. Su tozudez sin límites le llevó a permanecer durante años y años en aquel pueblo que había dejado de existir en los mapas y al que la luz eléctrica no llegó jamás. Rechazó todas las oportunidades que se le brindaron para abandonar ese lugar donde había nacido, menos la última. A esa ya no pudo negarse, porque la casa donde vivió siempre había empezado a desmigajarse y él se había vuelto un viejo sordo como una tapia y casi inútil y la abuela, bregada en mil caminos y plazas, apenas podía moverse sin ayuda de su orondo sillón de mimbre escachado. Allí ya no quedaba nadie más que ellos dos. Sólo en ese momento accedió a trasladarse, aunque tan sólo al pueblo más cercano, donde aún subsistía el gran palacio, ya entonces deshabitado y medio en ruina, del duque venido a menos que había sido dueño y señor de todas las tierras del contorno, y al que el padre del abuelo había comprado el pedazo donde estaba la huerta exactamente el año de mil novecientos, el mismo en que él nació, con el siglo, como le gustaba decir. De todas formas, la derrota le había aplastado mucho antes, cuando se le esfumó la fe y no pudo encontrar razones otras suficientes por las que le habría merecido la pena vivir. Si no hubiera sido por mosén Pablo la guerra hubiera pasado de largo por aquel lugar casi etéreo, y también la muerte. De hecho, alguna vez llegaba una compañía de soldados, que pernoctaba en el pueblo, situado en la cima de una empinada colina, que les dejaba a buen resguardo y les aseguraba una fácil defensa. Cuando llegaba uno de estos destacamentos, se organizaba siempre un cierto revuelo y una inevitable inquietud se instalaba en todos los dormitorios, en los que no se apagaban las lámparas de petróleo hasta que apuntaba el sol. Pero nunca volvió a pasar nada después de aquel día, en el que el abuelo Francisco se tornó un descreído. Por eso, aun en plena guerra, todos los habitantes del pueblo seguían cuidando de sus huertas bien regadas, de sus casas encaladas y de sus animales con cotidiana tranquilidad. Una de las visiones más amadas por el abuelo era esa de su pueblo, contemplado desde abajo, arropado por el rumor del río, mientras él descansaba a la hora de la comida, y sobre todo en verano, porque el sol lo hacía resplandecer como si estuviera suspendido sobre el propio cielo, ese que en Aragón en tiempo claro es de un azul larguísimo y eterno. En aquellas ocasiones, el abuelo respiraba profundo, y a pesar de no conservar ya fe ninguna, conseguía dormir a pierna suelta una gozosa siesta sin fantasmas. El abuelo Francisco fue toda su vida un hombre recto, si bien de una honradez antigua y de una moral rancia y estragada, que la fe no consiguió arrastrar tras ella cuando le abandonó. Vivió entre el pozo del corral y las nubes que alcanzaba a través de las ramas de sus frutales. Con los ojos entornados para no ver tantas cosas que no entendía. El abuelo nunca creyó, por ejemplo, que algun hombre hubiera pisado la luna, y ya la radio le pareció siempre muy poco de fiar. Para él, el mundo andaba tripa arriba, enrabiado como una cucaracha que no pudiera retomar el rumbo. Y estuvo así desde aquel día de agosto en que mosén Pablo bajó del púlpito a la calle y tomó un fusil. Los soldados del ejército sublevado habían llegado la noche anterior al pueblo. Era la primera vez que venían. Nadie sabía muy bien a qué atenerse. En mitad de la oscuridad, el hermano menor del abuelo llegó a la casa para anunciarle que se iba. Había vuelto de Zaragoza a los pocos días de estallar la guerra. Era un buen trabajador de la azucarera de Miraflores. Pero había andando desde hacía tiempo en una organización anarquista, y ahora, con los soldados en el pueblo, quién sabía lo que podía pasar. Al abuelo todas esas cosas le caían como muy lejos. Y, sin embargo, ya no durmió y a las cinco se preparó para acudir a la huerta. Amanecía cuando cruzó la plaza, por delante de la puerta de la iglesia, y vio a mosén Pablo. ¿Cómo va eso, Francisco? Ya ve, mosén, como siempre, al campo, no hay más cera que la que arde. Más te vale, le lanzó el cura. Y cuando enfiló la última casa del pueblo, pudo ver a mosén Pablo juntarse a un grupeto de soldados. Al regresar, por la tarde, el cuerpo muerto de su hermano, casi sin rostro, yacía junto a la fuente de la plaza. No le dejaron pararse ni llevárselo a enterrar hasta el día siguiente. Para entonces, el abuelo, sin saber cómo, ya había perdido la fe. © Luisa Miñana, 2003 © 2003 de la ilustración, Chema Lera |
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Versión 8.0 - Marzo 2003
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