Al calor del fogaril de la mía Casa del Lago acudieron años ha dos personajes. Recuerdo que hablábamos de los seres de la noche, y dellos negábamos su existencia corpórea, y en llegando a citar las Brujas, saltó el más viejo de entre los dos, jurando y perjurando que, como decía, las bruxas, de carne son. Y continuaba...
Voy a relatarles lo que yo oí, y como lo oí, escribir debí como Escribidor que soy, y fuí, al servicio de la Santa y Suprema Inquisición. Han de prometerme Vuesas Mercedes, por Cristo Nuestro Señor, que cuantas palabras escuchen, olvidaránlas presto, y que jamás de los jamases dirán a naide que me han conocido ni oído, pues va mi parca vida en ello. |
Aún sus nombres resuenan en mi memoria: Juana y Margálida. Si apurado soy, capaz sería de recordar hasta sus apellidos de familia, que si fueran Bardaxí y Escuder, no andaría mi cabeza descaminada. Las Bruxas de Tamarit, decían las gentes de Zaragoza, que vienen al Santo Oficio para ser condenadas a la hoguera de la Aljafería. Recordar no puedo, sin embargo, si fueron o no al fuego dadas, más seguro sí estoy de que malvivieron larga condena. A las mientes me vienen presto su fechorías confesas, y bruxas eran, voto a tal, que conocí sus andanzas. Siete decenas de annos arrastraban las pobres diablas cuando llegaron ante el Santo Tribunal. Más por Cristo que jamás en mi vida a contemplar he vuelto tan vivos ojos en medio de tan muerta carne. Recuerdo que en confesando aberraciones tales, mirábame la Bruxa Bardaxí, y helábase el tuétano de mi cuerpo, doquiera que eso esté. Poder tenían las tales, que hasta desataron de los cielos la más terrible tormenta de todos los tiempos: cayeron, no piedras, que rocas eran las que bajaban a peso de la negra techumbre en que habíase convertido el firmamento. Mataron caballerías, anegaron zequias, derrumbaron parideras chafando lo que abajo había, desviaron ríos y hasta caminos, más ay, tan sólo fueran aquestas desgracias las que trujeron las piedras. Peor suerte corrieron los campos recién sembrados de cereal de invierno, futura despensa de tantos, quienes desde aqueste aciago día, marchar tuvieron, cual vagamundos, porque en perdiendo campos y cosechas, como desfacerse los dineros cual arena entre los dedos era. A tal llegaron los malignos poderes de las Bruxas, y allí mesmo contaron cuáles fueron sus oscuros rituales. Una noche, dixeron, acudieron junto con otras bruxas en conventículo, a las viñas cercanas al pueblo, y allí se encontraron con el mismísimo Senyor del Averno, montado en un gigantesco caballo negro, sombra entre la noche. Encendieron teas refulgentes con cárdenas llamas, cargadas de azufre, y en medio del contaminado humo, con cánticos aberrantes y obscenos, ya todas fuera de sí, besando fueron la mano a su Senyor. Encaprichose el Rey de las Tinieblas de Margálida, y como ella misma confesó, tuvo parte con ella por detrás. Juana la Bruxa recordaba también que a ella le arremangó las faldas, y que entre sus piernas sintió algo frío, y que se vió aporreada por su Senyor. Y que después de tamañas orgías, vino la verdadera y temible invocación. Una noche y un día, y hasta la siguiente noche duraron cánticos y danzas demoníacas entre las retorcidas cepas sarmentosas. Convertidas ya las brujas en poderes encarnados de la naturaleza desatada, orinaron todas en el pisoteado suelo, arañaron con sus dedos los terrones, y con los ojos en blanco dirigidos al cielo del que renegaban, lanzaron contra él excremento y barro, y el cielo se cubrió de nubes negras, y los truenos removieron a los muertos de sus tumbas, y apedreó con inmisericorde furia. Fueron aquestas bruxas acusadas de matar caballerías y vengarse de personas, no parando ni en sus mismos parientes, y procurando incluso la muerte de un inocente niño por medio de unturas sobre su blanco pecho. Al menos, dixeron así las bruxas ante testigos, dixendo como habían renegado del Criador de corazón y apartándose dando al Demonio la obediencia y hecho en su servicio cuanto de mi memoria he estrujado para conversar con ambos dos, quienes habéisme dado palabra de olvidar las mías en concluyendo, que sea en aquesta hora y lugar. |
©1997 Chema Gutiérrez Lera |
Díle mi palabra en efecto, aquella noche junto al fuego, de olvidar, y tal como dar debió él mesmo la suya propia de no dilucidar cuanto oyera ante el Santo Tribunal, conmino a Vuesas Mercedes a seguir igual exemplo, y guardar para nos cómplice secreto de cuanto acaban de leer.
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